Por Josep M. Forcada Casanovas
Comunicador
Barcelona, octubre 2013
Foto: http://plataformacol.com
Los educadores, hoy en día, hablan de un fenómeno bastante curioso y a la vez dramático: los niños, normalmente, no estallan en rivalidades, ni forman bandos, ni tienen el afán de dominar a sus compañeros hasta que no ven estas cosas en su entorno, en los padres, en los hermanos mayores, en la sociedad, es decir, los niños quieren ser felices, no sufrir, estar alimentados, acariciar y ser acariciados, que no les peguen ni tampoco pegar. La agresividad crece aún más cuando empiezan a saber historia, y sobre todo, la historia de las luchas, las guerras, las dominaciones. No se trata de pensar en una imagen al estilo que ofrecía Rousseau sobre el niño, que en unas idílicas estructuras se va haciendo mayor y cada vez más perfecto, pero sí habría que pensar si la información de los hechos históricos que suministramos a las generaciones más jóvenes vale la pena, tal como lo hacemos ahora y la edad en que la damos. Pensamos que a menudo lo hacemos con intencionada pasión, sea acentuando un bando determinado, infravalorando unos u otros o dando valor a unas determinadas guerras, a las muertes violentas o haciendo exagerados elogios de los vencedores.
Los niños fácilmente quedan boquiabiertos al recordar los vencedores, los que ganaron a los más débiles. En una mentalidad primitiva, siempre se asocia el ganador con el bueno. Por lo tanto, el niño saca como conclusión que, lo que de verdad vale la pena es ser vencedor, y cuanto más victorias, dominios, tierras y más gente consiga, más mérito social tendrá. Así, el veneno de la historia aniquila la posibilidad de valorar los más débiles y sus culturas, muchas de las cuales, desgraciadamente, se han anulado en la barbarie, y sobre todo, se impide reconocer tantas personas que han sido destrozadas por los caprichos de los poderosos.
¡Cuántos rencores históricos permanecen en la memoria subconsciente de la sociedad! ¡Países que no pueden perdonar las acciones de unos conquistadores de hace cien años! ¡Tierras que se han sorteado fríamente por el azar de las herencias! ¡Patrimonios culturales vendidos por matrimonios no deseados por los pueblos! Y además de todo esto, hay unos desaparecidos, unos soldados desconocidos que dan gloria a unas lágrimas que no paran de brotar y que hace que las heridas queden aún más abiertas, a pesar del paso de los años.
Quizás esta acción subliminal se mantiene en muchas personas porque no saben situarse en la historia sin sentirse esclavas, culpables o herederas de unos desastres que ni siquiera han causado, o bien porque, por otra parte, se sienten protagonistas de unas gloriosas victorias producidas mucho antes que ellas nacieran. Es una mala manera de vivir el presente si no se mira el pasado histórico con una cierta ternura, piedad o misericordia, con comprensión y perdón.
Mal también si uno no sabe recordar la historia por los que hoy estamos vivos porque vemos que existimos gracias a la historia pasada, tal como fue, «ya que si hubiera sido diferente, ninguno de los presentes no habría nacido», tal como dice Alfredo Rubio en su libro del Realismo Existencial. No se trata de olvidar la historia para sumergirse en hipócritas catarsis, sino que hay que reconocerla tal como fue para no ahogarse en resentimientos y odios. Es bueno saber reconocer lo negativo o doloroso que sucedió con madurez y con una auténtica capacidad de perdonar estos hechos.
Si no se perdona la historia significa que se está temerariamente demasiado seguro de su pasado. Vale la pena ser un poco más compasivos y sinceros, porque es posible que haya una historia cercana y personal que nos podría avergonzar, pensando en algunos antepasados directos con los mismos apellidos que nosotros que no eran muy ejemplares o quizá hasta indeseables.
Es un reto releer la historia, también la personal, con la humildad de saber que «ser así» exactamente, sin aparentar que uno no se quiere enterar, pero tu pasado, tanto social como personal, te ha hecho ser quien eres, dónde estás y cómo eres en tu mundo presente. No es fácil, pero sin gratitud al pasado –bueno, malo, agradable, desagradable, alegre, etc.–, tú no serías hoy. Vale la pena perdonar el pasado.
Publicado en la Revista RE