Por Toni Rubio
Educador Social
Barcelona, septiembre 2012
Foto: elpeladero_wordpress_com
Si preguntáramos a la gente de la calle, como creen que tiene que ser un educador social, seguro que encontraríamos respuestas de todo tipo. Pero intuyo que las más conscientes serían: ¿un educador?, una persona abierta, simpática, cercana, comprometida, conciliadora, mediadora, paciente, optimista, con un punto de ingenuidad que le permita tener confianza en la gente, en el futuro, en los cambios, incluso que le permita ofrecer ese punto de altruismo, tanto económico como temporal a cambio de nada… O de mucho.
Pero quizás tendríamos que analizar mucho más de cerca todas aquellas variantes que envuelven al educador persona, como eje central del engranaje que nos mueve toda la maquinaria interior como profesionales y como modelos sociales irreprochables.
Podríamos hablar de sentimientos y emociones, valores, sensaciones, lazos u otros, pero la soledad en nuestra profesión es una compañera más de trabajo, infatigable, una amante traicionera y fiel, un vacío lleno de vivencias que baila siempre fuera de hora.
La soledad nos viene incorporada con la responsabilidad que se nos otorga como profesionales y que en la mayoría de los casos nos cuesta reconocer en su acción desgastadora.
Nuestra tarea y las acciones educativas que llevamos a cabo dependen de muchas variantes; hay un equipo, unas consignas, unos referentes y una guía de trabajo individual que imponen las directrices que tenemos que seguir con los niños y niñas. Y por otro lado están los niños, la relación con ellos, su aceptación y la respuesta conjunta que variará a lo largo de todo el tiempo que dure el proceso.
Y es en este proceso educativo se generan momentos de una reflexión que va más allá y que nos mueve a luchar a favor o en contra de las propias convicciones, del aprendizaje, de la experiencia. Momentos únicos que nos acercan a la realidad del niño o de la niña y que nos pueden hacer creer que nuestros conocimientos como educadores tambalean.
Pero no es así; el movimiento que nos genera cada niño con quien trabajamos, nos refuerza y nos hace mucho más flexibles a los acontecimientos nuevos, pero, a la vez, nos hace más conscientes de que no somos la solución. Simplemente tenemos que estar para acompañar la inercia propia de la fuerza de los niños y guiar sus movimientos hacia un camino posiblemente mejor.
Y es un este viaje tan maravilloso de ser y de crear vínculos, que nosotros, como educadores, también necesitamos un refuerzo externo que nos ayude y nos fortalezca en nuestra tarea.
Un espacio abierto y de confianza profesional dentro del equipo educativo, con el soporte de una dirección consciente de estas necesidades, mejoraría nuestro sentimiento de acompañamiento en todo este proceso.