Por Caterine Galaz
Doctora en Filosofía y Ciencies de la Educación.
Barcelona, enero 2012
Foto: Europa Press
Hace algunas décadas, tanto en discursos políticos como aquellos más cercanos en los ámbitos familiares, persistía la idea que «educarse» podía ser una herramienta de movilidad social dentro de los sectores sociales. Este horizonte se abría como una posibilidad de cambio, progreso y ascenso, sobre todo en ciertos sectores más excluidos. Los esfuerzos se dedicaban, entonces, a que al menos algunos miembros de las familias pudieran acceder a los espacios educativos como una forma de inversión a largo plazo. Era una idea moderna y liberal, adquirida en un siglo XX removido por diversos eventos sociales y políticos a nivel mundial. En una nebulosa dormida se quedaba la noción de educación como cultivo cultural, como crecimiento del intelecto y formación del espíritu que había prevalecido en la creación de la academia. La educación pasó a ser un instrumento, una metodología para acceder a ciertos espacios económicos y con ello, a una mejora social, sobre todo, ante la exclusión social o explotación que marcaba a ciertas profesiones no universitarias, a diversas ocupaciones y muchos oficios.
Así, la educación, y con ella, el acceso al trabajo profesional, pasó a convertirse en un motor de movilidad social y en una aspiración general para mejorar las condiciones de vida, que irrigó el imaginario colectivo de muchas generaciones. Este imaginario, con el cambio actual que ha generado la globalización neoliberal y la actual crisis económica, se encuentra también en una encrucijada.
En la actualidad, la educación universitaria, lamentablemente, no asegura unas mejores condiciones sociales y económicas, no asegura esa movilidad anhelada, lo que se refleja en la gran cantidad de «parados intelectuales» que existen no sólo en Europa sino en diversos países del mundo; y también en la creciente clase media empobrecida. Basta mirar a nuestro alrededor: muchas de las personas jóvenes de nuestros entornos tienen más nivel educativo que sus padres, pero un nivel de ingreso precario, o bien, menor al de sus progenitores. Muchas de las personas que han hecho esfuerzos extraordinarios para acceder al mundo de la academia, pagando créditos y generando un endeudamiento a largo plazo con la esperanza de un cambio de vida, actualmente deben recurrir a otras formas de gestión económica para solventar esos compromisos. En algunos países esto genera una «vía muerta» de cambio: la educación les ha permitido tener recursos diversos a nivel personal para poder enfrentar situaciones difíciles, pero no el acceso a un espacio de trabajo seguro. El imaginario social de ascenso, o la visión instrumentalista que se tenía de la educación está en crisis ante el desempleo estructural que existe a nivel mundial. La concepción dominante de fondo era que la educación universitaria constituía un cierto entrenamiento para las profesiones liberales requeridas para el mantenimiento de un sistema económico intrínsicamente excluyente. Si analizamos el actual marco social, sobre todo bajo estas premisas, la educación universitaria no tendría sentido, no conseguiría un «producto», no sería tan útil. Pero, entonces, ¿se debe rechazar el sueño educativo? ¿Dejar las vocaciones estancadas en busca de otros espacios económicos para mantener el estatus social y económico aspiracional?
Ante la crisis evidente de este sistema, ahora toca también re-cuestionarse el para qué de la educación… no se trata de desvalorizarla o de promover una instrumentalización de las otras profesiones no universitarias –con toda la dignidad que poseen en sí mismas–, sino de resituar el mundo universitario en las posibilidades reales que brinda, de dejar de instrumentalizarla económicamente y de resignificarla axiológicamente. Debemos ampliar la mirada de la función universitaria no sólo como fábrica de profesionales acordes al mercado, sino recuperar ciertos principios básicos que poseía la academia en otros tiempos: generadora del saber, transformadora de la persona por obra de las diversas ciencias y el saber en general. No podemos olvidar que el término «universitas» del latín aludía a cualquier conjunto de unidades o la totalidad de una cosa.
Por tanto, el progreso de una sociedad no sólo puede considerarse como una escala ascendente económica. En cierta manera, también reposa en tener la capacidad de generar personas informadas, críticas, capaces de cuestionar sus marcos de acción y con conocimientos diversos, que les permitan modificar sus propios entornos y circunstancias. Educarse en la universidad no es inútil bajo este prisma. El florecimiento de las ciencias, la tecnología, las humanidades y las artes no sólo como posibilidades instrumentales de generación económica, sino como capital social de un colectivo o una comunidad, genera a la larga un tipo de crecimiento social diferente al meramente productivo.
Al contrario de lo que se puede pensar en la actual crisis y ante el número de intelectuales parados, se requiere mantener la educación terciaria, ampliarla y mejorarla en cuanto a calidad… verla como un derecho y no como un bien de consumo que sólo genera capacitación profesional específica, y no una educación superior como tal. Esto requiere un cambio social, una variación en el imaginario colectivo sobre las posibilidades que brinda el hecho mismo de tener estudios.
Ver la educación no como un trampolín de acceso económico sino como un bien cultural requiere un cambio: el desafío puede estar en cuestionarse cómo promover que las personas asistan a la academia no para estudiar «una carrera» –con la idea de progreso económico asociada que conlleva–, sino para obtener una verdadera educación superior.