Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en Filosofía
Salamanca, mayo 2011
Foto:Innobasque
Escribí hace tiempo —ya unos cuantos años— acerca de la experiencia personal de incurrir en contradicción. Expresaba ahí, un cierto derecho a la incoherencia, a no ser siempre capaces de actuar acorde con lo que en principio opinábamos o deseábamos. E incluso a que todo lo relativo a nosotros no encajara con precisión matemática. Lo entendía como una constatación cotidiana de la limitación humana.
Pasado el tiempo tengo la impresión de que dichos comportamientos no sólo no pueden siempre tacharse estrictamente de incoherencias, sino que más bien responden, en muchas ocasiones, a una especie de coherencia integral, resultante de la integración de las distintas dimensiones del ser humano y también, por qué no, reflejo de la particularidad de cada uno. Me explico.
La demanda de coherencia que nos exigimos unos a otros ha estado marcada —como tantas otras áreas de la vida— por un excesivo acento en lo racional. Contrastamos lo que hacemos con lo que pensamos, con las opiniones, las convicciones razonadas, lo que sabemos y conocemos más o menos objetivamente. Y ése es, ciertamente, un tamiz por el que hay que pasar nuestra coherencia personal, pero no el único.
Hay un sentido de coherencia que, por decirlo de algún modo, es tan cordial como conceptual. En absoluto se trata de renunciar a la racionalidad, y menos aún a la razonabilidad, sino de ampliar los criterios con los que evaluar la coherencia humana. Y es que las cosas toman su auténtico sentido contemplando la globalidad de la persona, todas sus dimensiones en su interactividad. Seguramente tenga esto algo que ver con la teoría de las inteligencias múltiples del reciente Premio Príncipe de Asturias 2011, Howard Gardner, teoría que va siendo completada por otros autores posteriormente.
La coherencia se da en la relación, en la conexión, pues, de las distintas facetas de nuestro ser: lo que pensamos, lo que sentimos, lo que queremos, lo que nos agrada, incluso lo que intuimos. Y todo ello en la labilidad, en la fragilidad, que se concreta diferentemente en cada persona. Nos equivocamos en cosas distintas y de distinto modo. Nos desfondamos por motivos completamente diferentes unos de otros, y todo lo vivimos disparmente.
Por eso, la coherencia no está reñida con el ser limitado. Una coherencia meramente conceptual corre el riesgo de convertirse en desalmada. La coherencia precisa de la voluntad para crecer; pero una coherencia a base exclusivamente de fuerza de voluntad termina por atrofiar. En cambio, desde esta perspectiva, hasta nuestras contradicciones devienen coherentes, porque se leen desde el conjunto de nuestra persona, no sólo desde nuestra razón. Nos contradecimos coherentemente con nuestro modo de ser. Somos previsibles, de algún modo, para nuestros conocidos. Y quienes nos aman, se sonríen ante esa lógica «tan nuestra» que hace que ese comportamiento tenga sentido en nosotros —y sólo en nosotros—, aunque tenga apariencia de despropósito. «Él/ella es así», resumimos. Coherentemente incoherentes.
Lo que no le pasa a nadie, les pasa a algunos. Lo que en unos es imperdonable, en otros es perfectamente comprensible. Lo irreconciliable en unos, es una maravillosa originalidad en otros. La coherencia deja de ser abstracta para volverse concreta, para expresarse en vidas completamente particulares, diferenciadas unas de otras.
No abogo por la irresponsabilidad. Ni por la banalidad. Mucho menos aún por el relativismo del todo vale. Al contrario: considero la bondad de una coherencia humilde, que reconoce realistamente la asombrosa complejidad que se da en cada ser humano y que invita a considerar la congruencia más existencial que idealmente, que es el único modo como se puede ser verdaderamente responsable. Adaptamos nuestros principios y convicciones en bien de la novedad que la vida concreta nos pueda plantear. Los argumentos definitivos son siempre vitales, y dentro de ellos, tienen cabida todas las razones del mundo, por supuesto. Pero nunca aisladas del ser concreto; nunca violentando los afectos, las inclinaciones, los gustos…en definitiva, el bien que cada persona intuye para sí.