Por Laura Muñoz
Psicóloga
Barcelona, abril 2011
Foto: angela7dreams
A lo largo de los últimos años miles de extranjeros han llegado a nuestro país con la intención de encontrar un trabajo y un hogar dentro de nuestras fronteras. Muchos de ellos no se han quedado sólo ahí, sino que han decidido crear una familia lejos de sus ciudades de origen, en un territorio donde a menudo la cultura y el idioma les resultan ajenos, decisión gracias a la cual las tasas de natalidad españolas, disminuyendo durante décadas, han comenzado a remontar de manera inesperada.
Aquellos que han inmigrado afrontaron en su día ?y a menudo continúan afrontando? todo el proceso de adaptación a su nueva situación: aprendizaje de la lengua, creación de nuevas redes sociales, conocer el entorno que les rodea… Además de una nueva identidad, la de «extranjero» o «inmigrante». Pero ¿y sus hijos? ¿Cómo les afecta a ellos la «condición» de sus padres? ¿En qué modo el origen de sus padres influye en la construcción de su propia identidad? ¿En qué modo nuestra sociedad (la suya) influye en la construcción de su identidad al considerarlos «inmigrantes de segunda generación»?
A pesar de los constantes argumentos en contra del uso de esta denominación, cada vez resulta más común escuchar en los medios de comunicación la expresión «inmigrantes de segunda generación» para referirse a los hijos e hijas de personas que han emigrado a este país, hasta el punto que se la considera una denominación políticamente correcta. En efecto, estas personas jamás inmigraron ya que nacieron aquí o bien viajaron siendo unos niños por decisión de sus padres. Entonces ¿qué es lo que hace que se les considere inmigrantes? A este respecto, el sociólogo Iñaki García señala: «el hecho de que en una sociedad en la que no se pregunta ya «¿tú de quién eres?», los hijos de inmigrantes sigan siendo identificados como «hijos de» nos lleva a plantearnos una pregunta: ¿qué es lo que la sociedad española tiene necesidad de destacar en los hijos de inmigrantes para señalarlos como tales?».
De hecho, al utilizar esta denominación mantenemos la idea de que existen dos grupos: «los de aquí» y «los de fuera», agrupando además a padres e hijos en el mismo grupo y haciendo más complicada la construcción de su identidad, la sensación de total pertenencia a la sociedad en la que nacieron y en la que viven. Como señala Amelia Barquín, profesora de educación intercultural en la Universidad de Mondragón, esta expresión conlleva dos ideas implícitas: en primer lugar hace ver que estos niños son, en principio, inmigrantes y «no son de aquí»; en segundo lugar refleja la idea de que los niños tienen que hacer algo para lograr ser vistos como locales, ya sea pasar un tiempo en la sociedad receptora, sea aprender su(s) lengua(s), desarrollar un sentimiento de pertenencia, o bien varias de estas cosas a la vez, condición que no se exige al resto de sus compañeros.
Refiriéndose a sus orígenes y a su identidad, el escritor franco-libanés Amin Maalouf, mencionaba: «En ocasiones, cuando he terminado de explicar con todo detalle las razones por las que reivindico plenamente todas mis pertenencias, alguien se me acerca para decirme en voz baja, poniéndome una mano en el hombro: Es verdad lo que dices, pero, en el fondo, ¿qué es lo que te sientes?». En efecto, durante el proceso de construcción de su identidad, los hijos de los inmigrantes a menudo se encuentran en una disyuntiva. Herederos de dos sociedades distintas, son capaces de identificarse con ambas sin terminar de pertenecer a ninguna. Sin embargo, lo paradójico de esa disyuntiva es que no parte de inquietudes personales sino que viene impuesta de fuera.
Así, se dan situaciones en las que mientras esta sociedad no los considera totalmente «de aquí» al mostrar rasgos físicos distintos o un nombre y apellidos que nos resultan inusuales, del mismo modo, en la cultura de sus padres tampoco son acogidos como iguales porque actúan y hablan de un modo diferente. Extranjeros en ambos territorios, los hijos de inmigrantes se encuentran durante su proceso de socialización con infinidad de ambivalencias y mensajes contradictorios que hacen que este proceso resulte más complicado.
La realidad es que todos somos herederos de culturas diversas, si entendemos por cultura como algo no sólo impuesto por un origen geográfico, sino las distintas experiencias y valores que han conformado nuestra personalidad y la de quienes nos rodean. A lo largo de nuestra educación nos vemos influidos por la profesión de nuestros padres, por los gustos de nuestros amigos, por las enseñanzas de nuestros profesores, etc. Y toda esa información la recibimos, la procesamos, decidimos cuál vamos a añadir a nuestra propia identidad y por qué, conformando el puzzle de nuestra identidad. Y lo que es más importante, lo hacemos a diario y de manera natural, sin que ello suponga un esfuerzo de nuestra parte.
El ser humano es capaz de aceptar valores de culturas diversas y unificarlos en una sola personalidad, lo que nos confiere una identidad única. Al eliminar las etiquetas que diferencian a estos niños y niñas del resto de sus compañeros de clase, al entender que no siempre debemos pertenecer a un único lugar y que el provenir de orígenes diversos, lejos de ser una fuente de conflicto ha de ser una oportunidad, facilitamos todo el proceso de construcción de su identidad. O al menos, lo equiparamos al del resto de la sociedad a la que pertenecen, favoreciendo una sociedad más justa e igualitaria en la que todos los ciudadanos se sientan representados.