Por Jordi Cussó Porredón
Economista.
Director de la Universitas Albertiana.
Barcelona, España, enero 2010
Foto: K. Hook
Hace poco me invitaron a participar en una de las sesiones de las aulas seniors. Me dejaron escoger el tema de mi aportación e hice una charla sobre el gozo de existir. Comentaba a los asistentes que ya hace tiempo que doy vueltas al hecho de que nuestra sociedad occidental no esté contenta con lo que vive y lo que hace. La gente va pasando por encima de las cosas, van tirando, trabajando, pero no acabo de ver aquel entusiasmo que hace que las cosas vayan adelante y que permite alcanzar una sociedad más justa y humana. Hay un conformismo general y una sensación de queja continua. Nos quejamos de todo, pero esperamos que venga alguien a solucionarlo, sin implicarnos en los problemas que nos preocupan. La experiencia nos dice que hay una queja estéril y, por lo tanto, si queremos que las cosas vayan adelante, lo que debemos hacer es comprometernos con la realidad, dar tiempo y recursos. Sólo cuando ponemos esfuerzo y entusiasmo llegamos a lograr los retos personales y sociales que nos proponemos. Pero me sigo preguntando el por qué de esta falta de entusiasmo.
Actualmente, sobre todo en Occidente, hemos perdido la capacidad de admiración y de sorpresa, necesitamos que pasen cosas realmente extraordinarias para reaccionar con diligencia. Quizás por esto, cada vez necesitamos más acciones que nos disparen la adrenalina, porque si no no tenemos motivos para vivir emociones que den suficiente atractivo a lo que vivimos, a lo que nos pasa. Necesitamos experiencias traumáticas (enfermedad, muerte, guerras, desastres naturales) que nos hagan pararnos en seco y nos enfrenten con dureza a la realidad. Pero la vida, tanto si nos gusta como si no, es bastante cotidiana, tiene pocas cosas que salgan de una mal denominada normalidad, por esto, a menudo, nada de lo que pasa nos llama especialmente la atención y simplemente vamos pasando, vamos haciendo o, como dice mucha gente, «vamos tirando». Nos hemos acostumbrado a existir, como si fuera lo más normal, como si esto no tuviera nada de extraordinario, y pienso que esta manera de hacer ha menguado nuestra capacidad de reacción. Es urgente recuperar la capacidad de sorprendernos y admirarse por las cosas, por la vida, por los demás, por el simple hecho de estar vivos.
La persona adulta es aquella que siente el gozo de existir, que ha paladeado su ser y ha experimentado el gozo de sentirse vivo en medio de los demás y del mundo. Porque, como hemos dicho otras veces, si no nos conocemos a nosotros mismos, ni tenemos conciencia de quien somos y de cómo somos realmente, no sabremos nunca a ciencia cierta lo que debemos hacer. Si distorsionamos la realidad más honda de lo que somos, todo lo que pongamos encima estará distorsionado. Falta conciencia, es decir, tener ciencia, sabiduría de nosotros mismos, que somos los compañeros más íntimos cada uno de sí mismo. La conciencia es saber de uno mismo, es volver a sentir mi yo, saborear la existencia real de lo que soy.
Lo contrario de vivir con esta conciencia es dejarse ir existencia abajo, como el agua baja por una fuerte riada. Es instalarse en la frivolidad, es decir, considerar la propia existencia y la de los demás, las cosas, la vida, las personas, los acontecimientos como superficiales y sin ninguna significación. La frivolidad genera un descontento existencial que se manifiesta en indiferencia y en un falso asqueo por vivir con todo lo que nos rodea. La frivolidad nos lleva a hacer un chantaje social, porque no queremos aceptar ninguna responsabilidad. Es frívolo el que busca no tener que agradecer nada a nadie, y menos todavía agradecer que le hayan dado la existencia. No quiere agradecer haber empezado a ser, que le haya sido dado este tesoro, y manifiestan rechazo en forma de asco y de desprecio, que a menudo se expresa en una queja estéril.
Es un punto de madurez humana, del hecho de ser adulto, que en un momento determinado de la vida sepamos decir sí a la propia existencia, a la concreta, real y posible, la que realmente es. Es básico que nos conozcamos y aceptemos con alegría que todo lo hemos recibido de los demás, que la base que nos permite hacer y vivir tantas cosas de la vida nos ha sido dada, regalada. Nadie ha pedido existir, ni ha hecho nada para poder existir. Ignorar u olvidar una cosa tan evidente nos vuelve personas ingratas, desagradecidas. Darse cuenta de ello y recordarlo a menudo nos hace vivir instalados en el agradecimiento.
«Agradecer» viene de «agradar». Así, pues, agradecer no es otra cosa que entender la existencia humana como agradable, que me agrada, que me resulta agradable. Mostremos a los demás nuestro agradecimiento, expresando con nuestra manera de vivir que estamos contentos de existir, que aceptamos con gozo el tesoro de nuestro ser. Después tendremos que ser capaces de pronunciar una palabra: gracias. Esta palabra a nuestros padres, hermanos, amigos, a la sociedad en general, es el humus desde donde empezamos a mirar la realidad, lo que nos da la capacidad de escuchar, de mirar, de abrirnos a los demás y al mundo, en definitiva, de vivir esta vida con plenitud.
La gratitud es un fruto natural de saber reconocer las cosas como son. Y, a la vez, este reconocimiento agradecido me hace tomar conciencia de mis deberes, de mis obligaciones morales. Darse cuenta que las cosas más importantes de la vida me han sido dadas, regaladas, sin que yo haya hecho nada para merecerlo, es un llamamiento, una interpelación a mi ser y tengo que saber dar una respuesta adecuada. He recibido tanto de los demás que siempre seré deudor. El adulto es aquel que, disfrutando de la existencia y dándose cuenta de todo lo que ha recibido, responde haciendo donación de lo que es. Soy, he recibido tanto y todo me ha sido dado, que respondo siendo un ser para los demás. Hacer donación de uno mismo es ser agradecido, es estar contento de ser y de existir.