Por Mauricette Sabu
Colaboradora del Ámbito María Corral
Barcelona, España, noviembre 2009
Foto: C. Ashone
Una mañana cualquiera de un día laborable cualquiera, en una metrópoli europea cualquiera.
7:45 horas. Fathma se mira en el espejo: un último ajuste al maravilloso pañuelo de seda que le regaló Mohammed, y se complace de su bonita imagen, mientras termina de prepararse para empezar un nuevo día. Fathma es muy guapa: sus grandes ojos castaños echan un último vistazo a su alrededor y una vez más a su imagen reflejada en el espejo: el pañuelo le favorece de verdad, ha tapado cuidadosamente la más mínima señal de su bella melena castaña, recogida en un moño. Se pone un abrigo ligero, coge su bolso negro y se encamina orgullosa hacia la parada del metro.
7:45 horas. Claudia se mira en el espejo: un último toque al sujetador que resalta sus bonitos «pechos nuevos», que le regaló Ricardo. Claudia es una joven y guapa mujer mediterránea, pero mientras todas sus amigas lucían grandes pechos como los de las modelos, los suyos eran pequeñitos, y, aunque bien formados, le hacían sentir «diferente». Además a Ricardo le gustan las chicas «sexies», así que Claudia aprendió a vestirse con minifaldas o pantalones super apretados, camisetas de escote profundo y zapatos con tacones de vértigo. Echa un último vistazo a su imagen reflejada en el espejo y se encamina orgullosa hacia la parada del metro.
A esas horas todo el mundo corre arriba y abajo, la estación del metro está abarrotada: caras soñolientas, miradas preocupadas, madres con niños, hombres de negocios, adolescentes despistados, jóvenes provocativos…
Todo es corre-corre, apreta-apreta. Empujadas por la gente Fathma y Claudia entran en el mismo vagón; ahí están, de pie, una al lado de la otra, mirando en direcciones diferentes, ensimismadas, ausentes de la realidad que les rodea. Las paradas pasan rápido hasta que en una estación la mayoría de los pasajeros baja, el vagón se vacía, las dos jóvenes se relajan y sin perder tiempo, toman asiento –casualmente– una en frente de la otra.
Claudia observa disimuladamente a la joven que tiene en frente: rostro bonito y limpio, ojos oscuros, mirada penetrante, labios carnosos y bien dibujados: «¡Qué lástima!» –piensa– «¡una chica tan guapa, obligada a llevar el pañuelo ese! A saber lo bonita que es la melena que esconde bajo el velo»… Claudia continua su inspección: el abrigo cubre casi por completo un pantalón que parece joven y moderno, los zapatos femeninos y elegantes combinan perfectamente con el bolso negro que la chica lleva sobre las piernas. Los pensamientos de Claudia son de desaprobación total: el velo y el abrigo que castigan la feminidad de la joven, no le gustan nada. Para ella todo esto es un insulto a la libertad, a la belleza, a la mujer. «Mira tú» –se dice a sí misma–, «lo que tiene que hacer una islámica para complacer a su pareja» y sigue, de tanto en tanto, mirándola de reojo.
Fathma respira aliviada; al fin pudo sentarse. Mira a su alrededor y se fija en Claudia. «¡Qué guapa!» –piensa– «aunque el rubio platino de su pelo no pega nada con el oliva de su piel…». Con curiosidad inspecciona el rostro de la chica: «qué bien le quedan los ojos maquillados ¡y qué colores más bonitos!, pero esos labios tan rojos…¡parecen focos capaces de iluminar la noche más oscura!». Al bajar la mirada sobre el cuerpo de la chica, no puede evitar su sorpresa: ¡pero qué pechos tan redondos y rígidos!, ¡desafían la misma ley de gravedad! Incrédula, Fathma se queda mirando la camiseta que deja el busto de Claudia casi completamente a la vista, los pantalones apretados y los tacones altísimos! «¡Dios mío!» –piensa con horror– «… lo que tiene que hacer una occidental para complacer a su pareja», y sigue, de tanto en tanto, mirándola de reojo.
El metro reduce la velocidad mientras entra en una estación. Las dos jóvenes se levantan, preparándose a bajar. De pronto el metro frena en seco y todos los los pasajeros tambalean o se caen. Sobre tan altos tacones, Claudia no puede mantener el equilibrio y cae sin querer sobre Fathma arrastrando con ella su enorme bolso negro. Por suerte, Fathma reacciona y la coge del brazo antes de que llegue al suelo, evitándole un seguro golpe en la cabeza. Cuando logra estabilizarse Claudia alza la mirada y se encuentra con la amplia sonrisa de Fathma.
– ¿Te has hecho daño?, pregunta Fathma.
– Ay!, sí!, creo que me he torcido el tobillo… le responde
– Con esos tacones no me extraña, le dice Fathma bromeando, mientras le ayuda a caminar hasta el banco del andén.
Una hora más tarde Fathma y Claudia, cada una en su trabajo, comentan con sus compañeras el episodio del metro, pero sobre todo lo simpática que ha resultado ser la chica que iba sentada en frente, que además vive en el edificio de al lado y…