Por Maria Viñas Pich
Trabajadora Social
Barcelona, España, junio 2009
Foto: J. Bosworth
Desde hace unas décadas, podemos decir que ha cambiado bastante la manera de entender todo lo que está relacionado con el engendramiento, la natalidad, la procreación, en definitiva, con el don de la existencia. La mayoría de los de la generación que ahora tenemos entre cuarenta y cincuenta años, y las anteriores, no hemos sido «planificados». Quiero decir con esto que cabía dentro de las posibilidades del matrimonio de nuestros padres «que vinieran hijos». ¿Cuándo y cómo?, no se podía ser tan minucioso; venían y ya está.
A los adolescentes y jóvenes de hoy, se les denomina de diversas maneras. Hay quien les llaman la generación «Peter Pan», otros la generación «Einstein». Monique Dagnaud, directora de Investigación en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en París, llama a esta generación, la «generación de los Niños del Deseo». Con este nombre remarca que los postadolescentes y jóvenes de hoy son fruto de un «proyecto», el de sus progenitores; su llegada ha sido programada, esperada. Su llegada es tan esperada que está rodeada no tan sólo de atenciones, sino también de muchas proyecciones.
Los adolescentes y jóvenes de este milenio son muy conscientes que son fruto de una decisión libre de sus padres. Y eso les permite reclamar: «No hemos pedido existir, nos habéis traído vosotros. Ahora… ¿qué nos ofrecéis? ¿Es este el mundo al que nos habéis traído? ¿Este es el mundo qué nos queréis dejar?».
El filósofo, historiador y redactor jefe de la revista Le Debat, el francés Marcel Gauchet, en un artículo en el que habla de los riesgos existenciales de esta generación, escribe: «El niño del deseo es abocado a asumir, bajo la mirada de sus padres, la decisión de la que procede».
Cuántos problemas de autoestima, de madurez, etc., tienen en su origen una despreocupación –o claudicación– por parte de los adultos de saber transmitir a los adolescentes que si bien deseaban un hijo (en abstracto), están contentos y felices con el que les ha «tocado» (el hijo real y concreto que ha nacido). Y que le quieren a él o ella en concreto. Que si ahora, a los padres nos pusieran delante de una tómbola con el tiquet del premio en la mano, de entre todos los adolescentes y jóvenes que nos podríamos llevar, le escogeríamos a él, ¡a él en concreto!
A los adultos, muchas veces, y con un poco de frivolidad, nos gusta repetir la expresión: «¡Cuando era pequeño, me lo quería comer a besos; ahora me arrepiento de no haberlo hecho!». Detrás de esta expresión, se esconde una no-aceptación de la adolescencia de nuestros hijos. Y ellos lo perciben.
Algunos psiquiatras aseguran que hemos pasado del control de la natalidad a la pretensión del control del producto de la natalidad. Y los que salen perdiendo en esta carrera son los adolescentes, porque es en esta etapa de la vida en la que se da un paso importante en autonomía, descubrimiento y afirmación de uno mismo.
La responsabilidad de los adultos
Hace un par de años, en la prensa del Estado se escribió mucho sobre una niña que con siete años, hacía más de media vida que no quería ver a su padre. Surgió entonces un término nuevo en los juzgados: El síndrome de alienación parental. Y desde entonces se regulan también las posibles interferencias que uno de los progenitores puede causar en las relaciones del otro con sus hijos.
Psicólogos y profesionales de distintas disciplinas hace años que alertan –no tan sólo avisan– que lo más básico para un niño no es que sea querido por su padre o por su madre. Lo más importante es que su engendramiento sea fruto del amor auténtico que une (o unió) a sus progenitores.
Lo que los adolescentes necesitan más, no es que les miremos, les adulemos o les consintamos. De poco sirve eso si no ven y no «palpan» la unidad de los adultos, la armonía y la solidaridad de la sociedad adulta a la que son invitados a ingresar. Ver, tocar, sentir que los adultos viven la solidaridad, el perdón y todos aquellos valores que permiten el desarrollo del ser humano. Eso es lo que posibilita que el adolescente se decida a vivir de cara al futuro y deje de vivir encarado al pasado, en una perpetua infancia.
El niño puede entender perfectamente que los padres ya no viven juntos, que se separan. Lo que el niño no puede entender y le hace tambalear, son unos padres peleados, que no se quieren y que se molestan todo lo que pueden y más –tanto si viven juntos como si no–. Esto es lo que desconcierta a una persona y le impide crecer y madurar: que los adultos no sepan convivir en armonía, en mutua cooperación, etc. Y eso no se limita sólo al ámbito familiar, sino también al terreno profesional, laboral y público.
Los adolescentes y jóvenes de hoy perciben un mundo adulto que va a bofetadas: la crispación en el mundo laboral y público, el nivel de insultos en la política, la violencia intrafamiliar, el desamor en las familias, en las escuelas: padres y educadores ya no van a la una sino que están enfrentados, los adultos en los grupos de trabajo criticándose y desautorizándose constantemente, por no hablar de las guerras entre pueblos y naciones. Los adolescentes perciben una sociedad adulta donde reina el desamor.
¿En qué espacio social los jóvenes tienen la oportunidad de ver a los adultos en concordia, en franca estima cordial? ¿En qué instancias de la vida los adolescentes y jóvenes tienen la oportunidad de ver un grupo de adultos dando un espectáculo de confianza, de cooperación? Para obtener eficacia y resultados, hemos apartado a los amigos del negocio, hemos apartado a la familia del trabajo… ¿Dónde pueden ver los jóvenes a un grupo de amigos trabajando juntos para mejorar el mundo? Si no nos espabilamos para conseguir que proliferen esta clase de espectáculos, difícilmente los adolescentes y jóvenes se entusiasmarán a entrar en el mundo adulto.