Por Anna M. Ollé Borque
Colaboradora del Ámbito María Corral
Santo Domingo (R. D.), septiembre 2008
Foto: A. Brewer
Hace poco asistí a una mesa redonda sobre “Violencia y delincuencia” en una zona concreta de Santo Domingo donde la inseguridad ciudadana y las múltiples manifestaciones de violencia tienen atemorizados a sus habitantes.
Los panelistas definieron la violencia desde muchos prismas y posturas, tratando de hacer una síntesis clara y concisa. Puntualizaron que violencia es cualquier comportamiento individual o colectivo que voluntaria o involuntariamente provoca daños físicos, psicológicos, morales y hasta intelectuales, que quedan latentes en las personas o en el entorno que nos rodea.
Reflexionando sobre la violencia se llegó a la conclusión de que cotidianamente tenemos actitudes violentas, algunas con manifestaciones muy explícitas, otras más solapadas.
A una de estas manifestaciones me voy a referir puesto que uno de los aportes me llamó la atención y me brindó la oportunidad de reflexionar sobre nuestra responsabilidad frente a este tipo de violencia que no es la más visible ni palpable, como podría ser la intrafamiliar o la callejera tan extendidas en nuestro medio.
El expositor partía del aprendizaje en el campo intelectual o del conocimiento. Decía que con frecuencia asumimos en la infancia enseñanzas, desafortunadas o erróneas. Y estas se reflejan en actitudes con gestos y expresiones de inconciencia, fanatismo, o hasta violencia enmascarada o sutil. Según el expositor, este tipo de violencia se origina en narraciones históricas falsas o poco veraces y son fuente de resentimientos colectivos que se transforman en un enemigo del presente.
Un ejemplo: en República Dominicana cuando se explica la historia decimos con insistencia ‘Los haitianos nos invadieron en 1822’. Pero podríamos preguntarnos, ¿a quién invadieron? ¿A usted, a mí, a los que viven hoy en esta isla? ¡Si no existíamos en ese tiempo!
Históricamente, en 1822 la República Dominicana no era una nación. La actual República Dominicana es la parte Oriental de la Hispaniola o isla de Haití en lenguaje Taino. En esa época, la parte Oriental estaba sometida a la Colonia española y sus habitantes deseaban que los de la parte Occidental ocuparan su zona pues se hallaban en total abandono de España ya que en esos momentos la colonia no era de interés. Además, en la parte Occidental de la isla, impulsados por las ideas libertarias y de progreso, se había abolido la esclavitud.
A partir de este hecho de ocupación histórica, incorrectamente descrito o narrado durante más de un siglo, se ha fraguando una enemistad con el país vecino de Haití. Estos sentimientos negativos han ido enraizándose a través de leyendas, errores y prejuicios, conscientes e inconscientes, y se han ido transmitiendo de generación en generación, provocando desde antaño sentimientos violentos y de rencor hacia los haitianos.
La historia nos cuenta que los enfrentamientos entre ambas naciones no se dieron hasta 1844, año en que República Dominicana nació como estado soberano e independiente, a partir del grito de Independencia que proclamó Juan Pablo Duarte en la parte oriental de la Hispaniola, separándose de la parte haitiana. Hay que anotar que, en ese momento algunos grupos haitianos apoyaron el proceso de mantener la República libre de la ingerencia colonial.
Con estos hechos antiguos confusamente explicados, parece que interesaba enseñar una historia oscura. Así es más fácil llegar a creer que los actuales haitianos son nuestros enemigos porque ‘nos’ invadieron en 1822. Ninguno de los contemporáneos de hoy habíamos nacido como para hablar en primera persona sobre esos hechos. Resulta curioso, además, pensar que los que hoy vivimos en esta hermosa isla de Quisqueya, si ahora existimos es gracias a esa historia que aconteció con toda su carga de luces y sombras.
Hay que saber mirar y revisar la historia con lucidez, sin apasionamientos para emitir juicios veraces y objetivos que no sean, en la actualidad, causa de violencia sino enmienda y restitución de errores. No seamos ingenuos. Con frecuencia los mitos y prejuicios se repiten y van creando una visión tergiversada que repercute en las relaciones personales y grupales del presente.
Si vivimos en los mismos arrecifes; si somos hermanos por el hecho de existir y, también, de compartir la tierra que nos une y enlaza, unos a otros, con historias de un pasado común que posibilitó nuestro engendramiento, ¿no sería más útil para hoy que, eliminados estos absurdos resentimientos históricos, pudiéramos ser amigos unos de otros y así trabajar juntos para construir en el presente un mundo más solidario y gratificante para nuestros hijos y nosotros mismos?