Por Marta Miquel Grau
Colaboradora del Ámbito María Corral
Salamanca (España), junio 2008
Foto: Creative Commons
Barcelona, miércoles, ahora ya la una y cuarto de la tarde. Estoy sentada en una de las múltiples cafeterías con wifi (acceso inalámbrico a Internet) que tiene esta ciudad, gracias a las cuales puedo aprovechar mejor aquellos momentos que quedan vacíos en mi agenda –en medio de reuniones, recados, visitas familiares y cosas variadas– cada vez que vengo a esta ciudad.
La verdad es que hoy no es especialmente el mejor día de mi vida. Quizás uno de esos en los que te levantas con el pie izquierdo y vas medio cojeando hasta la noche. Las cuestiones que llevas entre manos, el trabajo, las relaciones… todo parece muy complicado de lidiar. Ensimismada, transcurre la mañana, llevando a cabo tus obligaciones lo mejor posible, dadas las variadas y complejas situaciones. Todo esto hasta que decides parar y sentarte.
Mi primera intención era, ordenador en mano, aprovechar el tiempo para trabajar en algunas cosas pendientes, pero el hecho de tener la cabeza y el corazón ocupados por otros temas me lo ha impedido. Me cuestiono, intento buscar soluciones, y le doy unas cuantas vueltas a todo aquello que me preocupa hasta que en algún momento, gracias a Dios, mi atención se ve absorbida por las conversaciones de quienes me rodean.
Enfrente, una profesora intenta entablar un diálogo en español con su alumno principiante. Dos adultos que aprovechan esa hora de clase para compartir gustos, vivencias y realidades personales entusiasmadamente.
Un poco más lejos, dos chicas cuyos trabajos están relacionados con el mundo artístico discuten con fuerza, y en un tono que llama la atención, cómo ensamblar sus respectivas formas de actuar ante una misma situación.
En medio de todo esto, una sonrisa cómplice con otra persona que parece estar contemplando la misma situación que yo me hace pensar en lo diversas que son las realidades del ser humano. Con que pie me he levantado yo hoy podría perder realmente toda importancia si somos capaces de cambiar nuestra perspectiva y nuestra subjetiva forma de ver las cosas y ponernos en la piel del otro.
La realidad de cada persona es la que es, y no se trata de obviarla, crearse un mundo paralelo o evadirla curioseando sobre qué es lo que les sucede a los demás. ¡No! Pero contemplar con prudencia y delicadeza la vida de nuestros co-existentes también ayuda a relativizar la nuestra y a descubrir que son millones las personas que se levantan cada mañana –con cualquiera de los dos pies. Hagamos un intento y volvamos a empezar.
«Barcelona, miércoles… La verdad es que hoy no es especialmente el mejor día de mi vida», pero… ¿cómo debe haber pasado la noche aquel abuelo que hospitalizaron ayer?, ¿como le habrá ido a David en la entrevista de trabajo?, ¿cómo estarán viviendo la delicada situación de estos últimos días Fátima y Javier?…». Intentar dar este vuelco lleva consigo apearse de uno mismo y cambiar el yo por el nosotros dejando de lado el individualismo que a menudo se cuela en nuestra vida y en la sociedad. Desde esta nueva perspectiva, las situaciones seguirán siendo las mismas y aquello que nos preocupa seguirá estando presente en nuestro corazón, pero nuestra forma de sentirlo y vivirlo será distinta.
Tener una visión más objetiva de las cosas y valorar adecuadamente pros y contras de cada una de las situaciones que nos toca vivir –tanto a nosotros como a aquellos que nos rodean– no es una tarea fácil, pero intentarlo, una vez más, puede ser un grano de arena que favorezca la buena convivencia y el equilibrio de nuestra sociedad. Seguro que así será más fácil poder pasar de esos «¿vivir?» momentáneos a un ¡vivir! más entusiasmante y duradero.