Por Marta Miquel Grau
Colaboradora del Ámbito María Corral
Salamanca, España, Enero 2008
Foto: Giovanni
Desde pequeños nos educan y nos forman con vistas a un futuro, un tanto incierto, al que tendremos que ir enfrentándonos a medida que vayamos creciendo y madurando. Pero, sorprendentemente, en la formación global de la persona a menudo olvidamos que el único dato cierto que tenemos de nuestro porvenir es la finitud, y que en lugar de reflexionar acerca de él, lo rechazamos.
A veces son los medios de comunicación los que hacen patente la existencia de esta realidad, la muerte, pero quizá de forma demasiado superficial, lo cual provoca que las personas nos cansemos y queramos dejar el tema de lado y en manos de silenciosos y abnegados profesionales de la medicina, de la enfermería o de la asistencia social. La muerte suele vivirse como si quedara lejos de la mayoría de los ciudadanos y, consecuentemente, hablar de ella en un sentido constructivo es cada día más complejo, aunque no podemos olvidar que cada cultura es diferente.
En Occidente, se puede decir que si no se habla de la muerte es por una especie de pudor. Hay todavía pocos pedagogos que sepan hablar a los alumnos cuando aún se encuentran en una situación lejana a esta realidad, o que den a conocer el proceso de la vida, y que ayuden a los niños a prepararse para tener una actitud serena y digna ante el hecho de dejar de existir.
Las culturas africanas, por ejemplo, dan mucha importancia a la persona que se encuentra en un proceso hacia su fin terrenal. Algunas de estas culturas incluso viven como un honor el hecho de poder acompañar a un moribundo, y es una especie de mérito tenerlo en brazos como si fuera un bebé. Es, para ellos, un signo que representa poder hacer el último camino de la vida juntos.
¿De qué forma podemos «cambiar el chip» y acercarnos a esta evidencia? Hace unos días comentaba con un compañero de trabajo cómo las enfermedades repentinas ayudan a aterrizar en la realidad humana y a ser conscientes de nuestro límite. Son pequeños avisos, como las alarmas de los móviles que a menudo nos recuerdan aquellos encargos que no podemos olvidar, que nos dan la oportunidad de detenernos, reflexionar, y dejar aflorar aquellos sentimientos que la constatación de una posible muerte provoca en nosotros.
Es importante aprender a mirar esta realidad desde la perspectiva de cada día, desde la perspectiva de nuestra muerte y de la de quienes amamos, pero sin olvidar que ese miedo que brota de nuestro interior quizá nadie nos lo podrá quitar. Aprenderemos a vivir con ella, a no rehuirla, a compartirla y hasta aceptarla con alegría para poder abrazar también, con plenitud, nuestra vida mortal. Como decía Charles Chaplin, «si hay algo tan evidente como la muerte es la vida». Ser mortal significa que existimos, y en este mundo sólo los que no existen no mueren.
¡Vale la pena poder morir si has podido ver una rosa o si has podido acariciar una mano amiga!