Por Esther Borrego Linares
Trabajadora social
Barcelona, octubre del 2014
Foto: http://cort.as/HVr8
Cuando alguien nos llama para comentarnos que necesita hablar con nosotros, con cierta prisa, con cierta urgencia, algo nos dice que es importante y que hay que atender enseguida a esa persona. Más vale a veces, equivocarse y comprobar después que no era un tema tan urgente, que no dejarlo de lado y tener que arrepentirnos por ello, después.
Si lo hacemos así, si atendemos esa llamada y resulta que era tan importante cómo habíamos intuido, seguramente deberemos dar alguna respuesta con mayor o menor celeridad; una respuesta que, por otra parte, requerirá de más o menos compromiso e implicación.
Esto es lo que me sucedió hace unos cuántos días. Precisamente no era uno de aquellos días en qué todo va como una seda, más bien al contrario y acababa de vivir una situación de esas que te hacen pensar que a menudo las prisas no son buenas consejeras, a pesar de que por lo que parece aún no he aprendido la lección.
Hacia las tres de la tarde recibí una llamada de una persona que quería hablar conmigo, cuanto antes mejor, y que se ofrecía a venir a mi encuentro en donde fuera. Tras sopesar varias opciones quedamos a las seis; así él podría hacer todo lo que tenía pendiente y yo podría dejar pasar un tiempo después de lo que acabábamos de vivir en el centro.
Cuando uno acompaña a personas, resulta necesario hacerlo o al menos intentarlo, desde la máxima serenidad posible y más cuando ya prevés que lo que te traen no van a ser buenas noticias. Por eso necesitaba que transcurriera un rato para serenar lo que acababa de vivir y recibir a la otra persona sin la afectación de lo que había vivido.
En cuanto llegó y antes aún de hablar de nada, dijo: «Necesito que me ayudes». Percibí enseguida la necesidad y la humildad con que lo pedía. Después vino el relato, pero ya no necesitábamos mucho más pues si que podríamos ofrecerle la ayuda que nos pedía. Más tarde ya daríamos los pasos que hubiera que dar, pero ante su petición no podíamos decirle que no, si estaba en nuestras manos el hacerlo.
Cuando escuché lo que me decía y sentí como lo decía, ¡me sentí tan pequeña! Él nos pedía ayuda, la necesitaba y nosotros se la podíamos ofrecer, pero, qué valentía requería venir a decirnos que necesitaba esa ayuda con tanta sencillez, honestidad y coraje.
Él no lo sabe, pero aquella tarde nos hizo un gran regalo a todos, porque había sido un día difícil y justo cuando nos parecía que algunas veces el acompañar a alguien no da ningún fruto, va y nos llama esa persona para pedirnos ayuda. Y nosotros le podemos ofrecer lo que nos pide, conscientes además de que él sabe lo que necesita y de que nosotros lo tenemos.
1 comentario
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