Por Gemma Manau Munsó
Colaboradora del Ámbito Maria Corral
Oporto, abril 2015
Foto: Creative Commons
Hace poco me decía una persona que todo el país está inmerso en un proceso de duelo por la pérdida que suponen todos los recortes sociales, que fruto de la crisis, vivimos desde hace unos años.
Generalmente asociamos el duelo a la muerte y ciertamente no hay mayor pérdida que la de un ser querido, pero ese no es el único luto que pasamos a lo largo de la vida.
Se entiende por duelo todo sufrimiento asociado a una pérdida, sea esta la que sea. Se puede tratar de una pérdida física, una persona, una parte de mi cuerpo…, pero también puede tratarse de una pérdida simbólica, como por ejemplo, la de la cultura de origen, en el caso de un emigrante, la de un proyecto o sueño que de repente se ve truncado, un rol social, o incluso un reconocimiento que se desvanece como consecuencia de perder una situación económica estable que puede llevar a la persona a una situación de marginación social. La pérdida simbólica, no por ser intangible deja de ser menos penetrante y dolorosa.
El primer paso para elaborar el duelo es asumir la pérdida. Esto significa, pues, que tenemos que empezar por aceptarnos como seres limitados y vulnerables.
Paradójicamente, las relaciones afectivas, fuertes, nos ayudan a crecer y a construirnos armónicamente como personas, pero al mismo tiempo nos hacen más vulnerables. No en vano se dice que amar, comporta necesariamente sufrir. Quién ama, padece. Quién ama, se vuelve vulnerable a aquello que vive la persona amada y a lo que le pasa.
Pero los sueños, los proyectos e incluso lo que podríamos denominar la vocación participan también de este carácter ambivalente del amor. El mundo se mueve por la fuerza de nuestros sueños. Creer profundamente en un proyecto es algo alentador, que entusiasma y que es una fuente de energía. Poder desarrollar la propia vocación nos impulsa a trabajar y es gratificante. Ahora bien, al mismo tiempo, esta capacidad de soñar, de proyectar, de desarrollar esta vocación nos hace tremendamente vulnerables a la frustración. Si aquello en lo que hemos puesto nuestra esperanza y hemos invertido muchas energías, fracasa, ese fracaso también nos hace sufrir.
Del mismo modo, el hecho de amar, el hecho de soñar también nos fortalece, mientras pone de manifiesto nuestra debilidad, nuestra vulnerabilidad. No podemos perder de vista a ninguno de los dos polos que están en tensión. Si nos olvidamos de nuestra vulnerabilidad y amamos como si tanto nosotros como los demás, fuéramos inmortales, ante la muerte sentiremos una gran rebelión. Si emprendemos proyectos con tal confianza en nosotros mismos que no ponderamos la posibilidad del fracaso ni del error, seguramente tendremos más dificultades para adaptarnos a todo aquello que se distancie de lo que hemos idealizado −a pesar de que nosotros somos seres falibles y de fuerzas limitadas− y entonces cualquier fallo nos cogerá desprevenidos, restándonos así capacidad de respuesta y aumentando el sentimiento de desengaño.
Pero si, por el contrario, nos centramos en nuestra vulnerabilidad, podemos quedar paralizados por el miedo. Podemos quedar incapacitados para invertir en una relación fuerte y estable, ante el terror que nos provoca la posibilidad de que el otro nos abandone o se muera; o bien, sentirnos incapaces de decidir y de aventurarnos a emprender ninguna empresa porque estaremos seguros de que fracasará.
Somos realmente seres llenos de paradojas. En nuestra radical vulnerabilidad de necesitar a los demás, de necesitar ser amados y amar para construirnos armónicamente, radica nuestra fortaleza.
En un ser marcado por la fragilidad, que se equivoca, que es incapaz de evaluar la realidad en su globalidad, en esa debilidad de un ser para el cual siempre habrá imponderables que pueden frustrar sus proyectos, la fortaleza estará en su libertad −aunque sea limitada−. A pesar de sus miserias, las personas son seres capaces de reinventarse, de soñar nuevos proyectos, de desarrollar capacidades que hasta un determinado momento desconocían y de construirse constantemente.
Necesitamos confiar en nosotros mismos y que los otros confíen en nosotros, pero con una confianza que se construya a partir de la aceptación de nuestra más radical vulnerabilidad. Una vez aceptada nuestra limitación, entonces sí que podremos emprender el proceso de elaboración del duelo para aquellas situaciones de pérdida que nos llevarán a una nueva situación.
¿Está nuestro país de duelo? Quizás sí. Pero esperemos que, en todo caso, no se convierta en un duelo crónico; que nuestra mirada no se dirija siempre hacia el pasado, hacia aquello que hemos perdido, sino que, conscientes de nuestra fragilidad, y sin perder de vista el pasado, seamos capaces de emprender nuevos proyectos de una manera más realista y solidaria.