Por Natàlia Plá
Doctora en filosofía
Barcelona, desembre 2015
Foto: Creative Commons
(Para reticentes al espíritu navideño y devotos de las convenciones sociales).
Entrando de lleno en la recta final de preparativos para la Navidad, proceden algunas consideraciones a modo de aviso para navegantes. No es tan fácil sobrellevar esta especie de marabunta que nos invade y, sobre todo, que amenaza con arrastrarnos. Y no solo me refiero a esa riada material que tantos comentan. También hay amenazas para nuestra vida interior. De ahí que sean estas, semanas para la resistencia, siguiendo la afortunada intuición de Josep M. Esquirol en La resistencia íntima.
Dos son los aspectos contemporáneos comentados por este autor que iluminan nuestro cuadro navideño más que las luces que engalanan nuestras calles. El primero, el que nos habla de la confusión. El segundo, advierte acerca de la lucha para no disgregarse ante el riesgo de disolución.
La confusión, apunta el filósofo, proviene tanto de un mundo confuso como de un interior igualmente confuso. Confusión que lleva a la parálisis. Urge, pues, aclararse; hallar un momento sosegado en el que identificar cuál es la razón profunda para cada gesto de esta Navidad: para los encuentros, los presentes, los alimentos, los adornos, las felicitaciones… Y aquello para lo que no se halle razón profunda, seguramente merece que nos resistamos a ello, que no cedamos a que nos invada ni nos arrastre. Como afirma Esquirol, «la fortaleza del resistente proviene de su ser más hondo».
Por eso, también hay que atender la confusión que se produce en nuestros sentimientos. De unos tira un vano «buenismo», falto de perdurabilidad, que se apaga junto con las luces navideñas. A otros amenaza cierto cinismo que caricaturiza el deseo de bondad y hasta culmina en un ácido escepticismo ante cualquier signo relativo al bien, la generosidad, la delicadeza, el amor… La frivolidad está tanto en quien se entrega inconsciente a la vorágine de la sociedad de consumo, como en quien desprecia lo que un detalle oportuno genera en el bienestar de otra persona y en el tono de la sociedad. Aunque parezca una bobería, no pierdan de vista que no es lo mismo vivir en una sociedad de cínicos que en una de gente de buena voluntad.
De ahí que junto al trajín de los preparativos convenga tener ratitos de reflexión que nos permitan escuchar a ese ser más hondo. Es en ese espacio interior donde hallamos la fuerza para no disgregarnos entre tanto estímulo y evitar que nuestro ser se disuelva en la masa informe. Resistir desde el ser, y resistir para ser, para ser verdaderamente. Por eso, aquello que decidamos hacer en estos días, ha de nacer de lo que somos y no de lo que nos dicen que tenemos que hacer para no ser parias sociales.
No olviden aquello de Santo Tomás: se trata de iluminar, no de deslumbrar. Demasiados fogonazos en las próximas semanas que luego se desvanecen como un bluf. «Foc d’encenalls», decimos en catalán: fuego de virutas. Si la Navidad tiene que alumbrar algo, que sea algo que ilumine algún aspecto de nuestra vida y la de nuestro alrededor. Que dé luz y que oriente, aunque sea muy humildemente. Pero de forma persistente, perseverante.
Así, sí se producirá esa imagen que narra Eduardo Galeano, cuando un hombre, al mirar el mundo desde lo alto, decía ver «un mar de fueguitos». Advierte Galeano que son fuegos muy diversos: grandes y chicos; serenos y locos; algunos son bobos, pues «no alumbran ni queman». Pero hay algunos… sí, algunos «que arden la vida con tanta pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende».
Este es mi deseo navideño para quien se acerque a estas líneas: resístase a la atracción de lo que deslumbra, pero déjese encender por la de lo que ilumina y orienta. Porque el mundo que compartimos y entre todos hacemos, agradecerá que estas navidades den a luz un poco de sentido para la vida humana.