Por: Sofía Gallego
Psicóloga y pedagoga
Barcelona, enero 2017
Foto: Cretaive Commons
Hace tiempo fue portada en algunos periódicos y casi tema de apertura de espacios radiofónicos y televisivos, la noticia de la muerte de una mujer de ochenta y un años a causa del incendio de su domicilio, producido por el uso de una vela que utilizaba como única fuente lumínica. No entraré en más detalles que ya fueron ampliamente descritos en su momento, pero sí quiero compartir la reflexión que todo ello me planteó. También tengo que decir que no dispongo de más información que la facilitada por los medios de comunicación, por tanto puedo incurrir en el riesgo de formular alguna opinión sesgada.
Parece ser que en este caso hubo una descoordinación entre los diferentes estamentos implicados, principalmente la compañía suministradora de electricidad y los servicios sociales del Ayuntamiento de Reus, municipio donde estaba ubicado su domicilio. Los servicios sociales la tenían como usuaria, lo cual hace suponer que, como mínimo, podían tener noticia de su situación. Sea, pues, por falta de claridad de los protocolos de actuación en casos como el que nos ocupa, por descoordinación, por mala gestión o por seguimiento poco cuidadoso; el resultado es el mismo: la lamentable muerte de una persona. Los servicios sociales de las diferentes administraciones públicas todavía arrastran los recortes ocasionados por la crisis económica con el aumento de los usuarios que la misma crisis ha producido. No seré yo quien se presente como defensora de las compañías eléctricas, empresas que no se han significado por su especial sensibilidad social. Pero en esta circunstancia hay un tercer actor del que no se ha hablado mucho: la familia de la anciana. Si bien en un primer momento era fácil pensar en la posibilidad que no tuviera familia, como pasa en muchas ocasiones, al poco tiempo de hacerse público el hecho, apareció en los distintos medios un familiar allegado reclamando respecto por su privacidad a la que, obviamente, tenía derecho.
Es precisamente en el momento en que la familia aparece en los medios que me planteo dónde estaban durante todo el tiempo en que la abuela había vivido de una forma tan precaria. Las relaciones familiares siempre son complicadas e incluso conflictivas y de difícil gestión, pero no sé decir si eso puede justificar la supuesta desatención que desencadenó esta situación. ¿Dónde estaba la familia mientras la señora no tenía luz ni calefacción? Todo ello, una vez más, me hace valorar el papel de la familia en la vida de las personas. El apoyo que da durante la etapa de la ancianidad es vital. Sentirse querido, respetado y valorado aumenta la autoestima y ayuda a pasar con más confort esta etapa, en la qual la pérdida de las facultades físicas y psíquicas da una sensación de incapacidad y la consecuente sensación de minusvalía.
Actualmente la familia ha evolucionado hacia un sistema cerrado de padres e hijos, y ha olvidado de una forma descarada los abuelos. Cuando ya no son socialmente útiles, son aparcados, en el mejor de los casos, en su casa y, ocasionalmente visitados por hijos y nietos. En este caso con una simple visita se hubiera podido percatar la situación en que se encontraba la anciana.
Reivindicar la familia y sus funciones de apoyo a las personas que la forman se ha tenido siempre como un posicionamiento un poco conservador, pero cada vez que un caso como este acapara la atención lleva a reflexionar sobre la importancia de las relaciones familiares y el apoyo que en muchos casos pueden proporcionar. En la sociedad del bienestar existe una cierta tendencia a delegar en el poder público funciones que tiempo atrás eran únicamente patrimonio de la familia. No quiero dar la sensación que exijo mucho de la familia en detrimento de los servicios sociales, que pueden disponer de medidas para la atención de las personas ancianas. Pero estas, aparte del cuidado de los aspectos físicos, necesitan alguien que las quiera y alguien a quien querer y es la familia quien reúne las condiciones óptimas para poder hacerlo.