Por: Leticia Soberón Mainero
Psicóloga y doctora en comunicación
Barcelona, marzo 2021
Foto: Pixabay
¿Nos ha sucedido en ocasiones el haber repetido algo mil veces, y tener la impresión de que el otro no se entera? Sean hijos, pareja, compañeros de trabajo, jefes, padres… Una y otra vez repitiendo frases, exhortaciones, indicaciones… Nada. No hay efecto ninguno. Y viene rápido el reproche: «¡Es que no me escuchas!».
Pues no siempre es así. No es que no nos escuchen, es que entender ciertas cosas es progresivo. Hay muchos temas que todo ser humano tarda en asimilar. Sobre todo los que atañen a nosotros mismos, a nuestro comportamiento y modos de hacer las cosas. Cuando alguien nos hace de espejo, puede suceder que oímos y oímos unas frases que, por algún motivo, nos dicen poco. Sin embargo, un día cobran sentido más pleno en nuestra cabeza. De repente esas palabras archiconocidas toman relevancia, significado, un sentido renovado. «Ahora entiendo lo que me decía (mi madre, mi hijo…)». Es como un ¡Eureka! agridulce porque tal vez nos refleja algo de nosotros mismos que no queríamos o no podíamos ver.
La comprensión de asuntos que nos atañen personalmente suele ser lenta; algo tiene que cambiar dentro de nosotros para que seamos capaces de asimilarlos. Desbloquear resistencias, flexibilizar rigideces, cambiar de perspectiva, bajar la guardia… Las palabras pueden resbalar por la superficie de nuestra conciencia o tener un eco diferente en nuestro interior según las experiencias recientes, los dolores o alegrías que hemos vivido, el crecimiento de nuestra capacidad de ponernos en la perspectiva del otro, de distanciarnos de nosotros mismos, de asumir nuestros límites, y también seguramente de nuestra capacidad de amar.
Ante la poesía o las frases de contenido filosófico nos sucede lo mismo; y obviamente, con los textos religiosos. Temas que nos hacen crecer, que nos cuestionan o impulsan a un cambio… Van adquiriendo colores nuevos con el paso del tiempo y de nuestras vivencias. Por ejemplo las parábolas y frases de Jesús de Nazaret, que forman parte de nuestra cultura. Se entienden de modo básico en un primer momento, pero las vamos asimilando «por capas» de distinta profundidad; van adquiriendo densidad y significado nuevos en cada fase de nuestra vida, conforme madura nuestra fe, conforme vamos ampliando nuestro horizonte de vivencias. En un momento se hace el «clic» interior y se ilumina una parte de nuestro camino como nunca antes lo había hecho.
Comprender las cosas es progresivo. Es un diálogo de acercamiento a los demás, que nos reflejan verdades a veces muy grandes, o sus flecos pequeños –las verdades cotidianas– que configuran el vivir. Por eso hay que tener paciencia, con uno mismo y con los demás. No seamos racionalistas. No por el simple hecho de entender las palabras de un enunciado, la persona ha captado la hondura de una llamada al crecimiento.
Sucede lo mismo con los grupos y también con la humanidad en su conjunto: somos lentos para entender los mensajes que nos vuelven de la realidad, impactada por nuestras decisiones. Tardamos en entender.
La verdad y sus flecos se asimilan de manera existencial. El camino de la vida –personal y colectiva– se transforma así también en un itinerario de comprensión progresiva para la que es necesario tener paciencia. Insistir, sí. Reformular, ofrecer sobre todo coherencia por nuestra parte, toda la posible. Pero sin ira. La persona, nosotros mismos, entenderemos cuando estemos preparados para ello.
Publicado en revistare.com, edición en castellano, agosto 2020