Por: Sara Canca Repiso
Ingeniería Informática y Grado en Sociología y Psicología
Barcelona, marzo 2021
Foto: Pixabay
Hace unos días, los telespectadores permanecían expectantes ante la ya celebrada ganancia del bote del concurso Pasapalabra por el concursante Pablo Díaz.
¡Qué gran chasco! No ocurrió lo que se esperaba y es que, entre lo que se da por hecho a lo que realmente sucede, a veces va un abismo. Se dieron percepciones erróneas, donde se unieron varios elementos inconexos que finalmente no provocaron más que relaciones espurias. En las redes, encontramos de todo. Desde gente enfadada por la manipulación que el marketing hizo días atrás, hasta los que alababan la genialidad digital por la que casi rozan los cinco millones de espectadores.
Ante la pregunta de qué haría con los 1.294.000 euros, Pablo dio respuestas típicas –aunque siempre alabables– como la de ayudar a sus padres o independizarse. Y ahí, en medio del triunfo, confesó lo que le apasiona en la vida, con una bella expresión. «Compraría tiempo para hacer lo que más me gusta: poder seguir estudiando», haciéndonos recordar la expresión que se atribuye a Benjamin Franklin que el tiempo es oro. De un valor incalculable, en la cultura moderna, el tiempo es de los bienes más preciados.
Esta unidad está envuelta de misterio. A veces, el tiempo acelera sin freno y otras se mueve lentamente y parece quedarse congelado. Ante todas las casuísticas, no importa mucho lo que hagas, porque siempre avanza. Pero sí importa cómo lo hagas.
En ocasiones, pedimos que el tiempo se detenga y se pueda disfrutar de todo lo que nos rodea, aunque solo sea un minuto, porque nos encontramos a gusto o simplemente porque estamos a punto de llegar y de alcanzar la felicidad. Sin embargo, no siempre requerimos más tiempo, ya que podemos desear que pase rápido y que lleguen tiempos mejores: nos gustaría cerrar los ojos y amanecer en otros instantes, pasados o futuros. El tiempo es el que es, el presente, lo actual. Y con este hemos de manejarnos. No es una cuestión de deseo, sino de aceptación, creatividad y aprovechamiento. Lo saben bien aquellos que han experimentado que pueden pasar años de cierta estabilidad, pero basta un segundo para que la vida cambie por completo y nos resituemos. Los esquemas, los pronósticos o las proyecciones se desvanecen; comienza el partido y hay que jugarlo.
El tiempo es de tal magnitud que corremos el riesgo de que se nos escape. Si bien es cierto que este nos pertenece y somos libres de gestionarlo como nos plazca, el contexto económico y social en el que vivimos nos marca el ritmo y provoca distintas clases de tiempo. No nos determina, pero sí nos ofrece un número finito de opciones. Y es ahí donde hemos de permanecer firmes en nuestra decisión y no perder el norte.
Hay tiempo para reír, tiempo para llorar, tiempo para soñar, para proyectar, trabajar, divertirse… Tiempo para disfrutar haciendo o para no hacer nada. Tiempo para dejarte hacer. Y disfrutarlo.
Bien aprovechado, el tiempo cunde y es gratificante. Hay tiempo que falta y tiempo de sobra, tiempo que sobra, perdido o no disfrutado. Tiempo que pasa y no se recupera. Tiempo de barbecho, de sentar las bases de la vida para que sea fecundo. En este último es donde quiero gastar mi tiempo, contemplando y dándome una perspectiva de lo que realmente merece la pena.
Los procesos personales tienen su tiempo y no hemos de forzarlos ni acelerarlos. Ante la agitación y el estrés, nos volvemos locos por tener más tiempo. Sin embargo, esta mala praxis solo indica que, a más tiempo, más temporal.
No siempre es así. El reloj diario de las flores, las horas en el canto de los pájaros o la relación estrecha entre la vida y la naturaleza que se da aún en algunas culturas –donde el ritmo lo marca el cambio de estaciones o el día y la noche– nos indican la naturalidad con la que se vive y se fluye, en armonía perfecta.
Date tiempo. Cierra los ojos y respira pausado. No solo no perderás, sino que multiplicarás tu tiempo.
Comprarías tiempo, aunque este te pertenece.