Por: Alfred Rubio de Castarlenas (1993)
Foto: Alberto de Lamo
Difícil tema el de la “convivencia”, esto que todos tanto deseamos y que tan mal llevamos a cabo. Son innumerables los problemas de comunicación que se dan en los pequeños grupos humanos. Incluso, a veces, resulta duro convivir cada cual consigo mismo.
Si no somos capaces de coexistir felices los unos con los otros, en primer término es porque uno no acaba de aceptarse tal como es. Merece la pena que insistamos, ya que es la base de toda convivencia armoniosa. Me permito, pues, preguntar al posible lector o lectora de estas líneas: ¿De verdad estás conforme con ser quién eres? ¿O querrías ser otra persona más parecida a aquellas que por algún motivo admiras o envidias? ¿Aceptas ser cómo eres o te disgusta? ¿Querrías ser más alto o más bajo; de complexión más fuerte o más grácil en vez de ser un poco chapucero? ¿Desearías haber nacido en otro país, ser de otra raza, haber visto la luz en otra época, pasada o futura? ¿Ser más inteligente o tener algunas dotes de las que te faltan?
Si es así, es que no te acabas de aceptar a ti mismo. Entonces, estás inquieto y mal asentado dentro de tu carnadura y en tu espíritu, y esta inestabilidad hace imposible fomentar una buena convivencia con los otros.
Saber mirar “la evidencia” que eres quien eres y con las herencias genéticas de tus padres, o no existirías. Otros padres –de estos países que sueñas o de esta raza que desearías– tendrán otros hijos. A ti no. O eres hijo de tus padres –y de aquel acto de amor concreto– o no existirías. Solo aceptándote y con gozo de existir, es como no perderás el tiempo en balde soñando, y dispondrás de todo él para desarrollar cada vez con una alegría más grande, todas tus capacidades que son mucho más grandes de lo que tú te imaginas.
Bien, ¿y qué? me dirás. ¿Realmente, si yo me acepto, habrá más convivencia en el mundo? Con sinceridad, tengo que reconocer que a pesar de que tú cambies y seas feliz contigo mismo, el orbe seguirá siendo desastroso. Pero… si tú no cambias, será todavía algo más terrorífico.
Tú puedes ser como el grano de arena en una ostra, que es origen de una perla a su alrededor. Tú podrás así ir creando un ambiente, una perla irisada de paz, de convivencia entre aquellos que tienes a tu alcance. Si cada vez hay más gente como tú, en vez de una sarta de guerras, habrá como un largo collar de perlas esplendentes.
Nadie te pedirá que hagas más de lo que realmente puedes hacer. Pero, ¡oh! Si hubiera progresivamente muchos que hicieran todo lo que pudieran, ¡irían produciendo un lago de paz reflejando la belleza azul! Y la cosa es recíproca.
Si uno se esfuerza en aceptar a los otros como son –ya que son quienes son o no existirían– esto hará que me acepte en mí mismo más fácilmente.
Una posible buena convivencia se deshace si yo deseo que tanto los otros como yo, fuéramos diferentes de carácter, con otros rasgos. Solo desde esta cordial aceptación de la realidad, es como podemos, de verdad, ayudarnos mutuamente al corregir nuestros defectos y activar nuestras buenas potencialidades. Sin esta previa aceptación gozosa de uno mismo y de los otros, no se puede desear ni darse una convivencia feliz y fructífera.
La aceptación humilde de la realidad –y especialmente de la propia– es la argamasa precisa para construir la aldea de la convivencia.