Lourdes Flavià Forcada
Antropóloga
Foto: Pixabay
Fecha publicación: 24 de mayo de 2023
«Mamá, no te preocupes, aunque yo me quede ciego, igual voy a ser feliz»… le dijo hace días atrás Agustín, un niño de seis años, a su madre. Nació con una grave deficiencia de visión, solo ve sombras, pero el diagnóstico es que en un tiempo más se quedará ciego. Actualmente asiste a un colegio para niñas y niños invidentes a fin de aprender braille y poderse manejar por la vida. Pero Agustín ve más allá de lo que sus ojos le permiten. Vio a su madre triste porque el médico le comunicó que la ceguera de Agustín se debe a un problema genético materno. Y ella ahora se siente culpable. Y esa infinita tristeza, Agustín la detectó y le brotaron estas palabras: «Mamá, no te preocupes, aunque yo me quede ciego, igual voy a ser feliz».
Agustín es un niño comunicativo y alegre. Le gusta ir al colegio, jugar y relacionarse con sus compañeros. Se siente amado por sus padres, hermanos, familia y cercanos. ¿Será ese amor, ese sentirse aceptado, lo que incide en la felicidad de Agustín? Llama la atención que, en la sociedad actual, en que normalmente se desean obtener más y más bienes materiales creyendo que así se logrará la tan anhelada felicidad, un niño de seis años tenga tan claro que la felicidad nace de dentro. Ya el filósofo Epicteto señalaba que la felicidad solo puede ser hallada en el interior. También Kierkegaard afirmaba que «la puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más».
Retirarse un poco para abrir la puerta de la felicidad, es decir, no perseguirla denodadamente o a costa de lo que sea, sino más bien procurar vivir con agradecimiento todo lo que la vida nos dona –el hecho mismo de existir–, no dejarse atrapar por el victimismo estéril o la queja continua, disfrutar de las sencillas y pequeñas cosas de la cotidianidad, hacer el bien, procurar hacer felices a los otros, retirarse del bullicio para entrar, de vez en cuando, en un espacio de soledad, quietud y silencio… todo ello va creando las condiciones para la felicidad. Cada vida es única, cada ser es único e irrepetible, cada instante te ofrece la posibilidad de crear el tejido de la felicidad, no solo la tuya, sino una felicidad que, como ondas expansivas, llegue a otros.