Las grandes escuelas de negocios, como en muchos otros casos, educan para la competitividad, que no es lo mismo que la competencia. Esta última es la capacidad de estar al nivel exigido para poder hacer con responsabilidad y conocimiento unas determinadas actividades. La competitividad es la exageración de estas capacidades, haciendo de ellas una actividad que nos empuje a superar a los demás. Si no se transformara esta competición en una lucha en la que fácilmente se rompen las reglas del juego, quizás la sociedad se pondría de acuerdo. Sin embargo, hoy más que nunca, no se puede negar que fácilmente y con astucia se pisa a los demás para conseguir los primeros puestos, prescindiendo del respeto. Incluso, no importa la desigualdad, convertida en una forma de dominio del que más tiene frente al que menos tiene. La competitividad puede transformarse en la más dura fuente de desigualdad, especialmente en lo referente a la economía, tal y como la padece hoy en día nuestra sociedad occidental y convertirse, así, ante todo, en una carrera para conseguir beneficios. La ambición de ganar frena la razonable dimensión social, que éticamente propone una nivelación de la economía que ayude a estabilizar el reparto de la riqueza.
Hoy, en cierto modo, se puede entender la economía como un despiadado juego de beneficios a favor de un gran capital que está en manos de unos pocos, los cuales, evidentemente, siempre llevan las de ganar. Cuando no es así, se producen revueltas que afectan a varios países. Es innegable que los ciudadanos deben lograr defender sus condiciones de subsistencia mediante el esfuerzo, a menudo mantenerlas resulta inalcanzable para la mayoría de ellos, ya que el juego del endeudamiento los bloquea con fuerza al negárseles los créditos y reconducir la economía hacia unas áreas favorecidas por los sectores que la dirigen. La subsistencia vital entra a formar parte del posibilismo social, en el que se han de establecer unas ayudas sociales que cambian el bienestar por la posibilidad de subsistir.
Es del todo evidente que existe una realidad social que pide un cambio de actitud en todos los aspectos de nuestra sociedad siempre y cuando se apueste por compartir, es decir, por entender que se han de lograr acuerdos en los que está en juego el bienestar de la sociedad. En democracia, estos pactos requieren actitudes de transigencia y considerar de una manera lúcida que la sociedad la integramos personas que tenemos una vida propia, unas necesidades y una libertad que también deben ser compartidas por todos. Es decir, el individualismo salvaje que se había proclamado como ideal, hoy se derrumba a favor de una nueva integración de los individuos con el fin de superar las carencias que se dan en todos los aspectos de la sociedad, desde el económico, harto evidente, hasta el familiar, educativo, empresarial, político, religioso, etcétera. No se puede negar que en estos altos niveles de complementariedad con respecto al hecho de compartir, juegan un importante papel las comunidades o las redes de personas a las que puede uno acceder plenamente sin más obligación que sentirse bien con los que integran estos grupos.
Compartir hoy es alzar la voz a favor de la solidaridad para que se enfrente con fuerza a la precariedad. El desarrollo de esta capacidad sólo será posible si disminuye el deseo de tener y aumenta el de ser con el fin de alcanzar una dignidad social gratificante. Compartiendo y cooperando a la vez, a lo mejor tendremos que aprender a gestionar la pobreza, la inseguridad, la incertidumbre para superar el pesimismo que enferma la felicidad.
¿Los dirigentes de los regímenes democráticos están lo suficientemente concienciados para potenciar el bienestar social para que las personas se sientan protagonistas dentro de auténticas redes colaborativas?
¿Hay que luchar, quizás, para que sea posible una nueva distribución de los bienes, como podría resultar del hecho de renunciar a sueldos más elevados y compartirlos, siendo más bajos, con otros, consiguiendo así, por ejemplo, dos puestos de trabajo por un solo salario?
Las políticas sociales y públicas de un país son en gran parte fruto de la cultura y la educación. ¿Educamos realmente para compartir y cooperar?
Compartir es nuestra esperanza.
Josep M. Forcada Casanovas
Ponentes y ponencias:
David Martínez García, Economista. Socio director de AddVANTE
Jordi Riera Romaní, Catedrático de Educación de la Universidad Ramon Llull. Vicerector de Política Académica y adjunto al rector de la Universidad Ramon Llull
Begoña Roman Maestre, Profesora de Ética de la Universidad de Barcelona. Presidenta del Comité de Ética de Servicios Sociales de Cataluña
Julien Schmitt, Coordinador del Grupo de Empresas del Campo de Energía de la Economía del Bien Común – Barcelona
Reseña, reportaje fotográfico y monográfico