Por: Pere Reixach
Especialista en estudios del Pensamiento y Estudios Sociales y Culturales
Barcelona, abril 2019
Foto: Rocío Muñoz
El día de San Jordi, como cada año, salí a la calle para disfrutar de la liturgia laica y cumplir con el ritual, convertido en tradición, de adquirir un libro y una rosa para obsequiar a todos y cada uno de mis seres más queridos.
La simbología del libro y la rosa que inunda las calles nos llena de gozo y nos hace sentir, con legítimo orgullo, nuestra pertinencia a un pueblo, sensible y culto. ¡No hay para menos! Es una Diada admirada, alabada, incluso imitada por otros pueblos extranjeros. Supongo que el amable lector también habrá vivido y disfrutado intensamente de esta ceremonia festiva. ¡Me alegro!
Permítame, pero, que más allá de las sensaciones y emociones que nos proporciona la Diada, proponga mis reflexiones sobre si la cultura, después de la multitudinaria venda de libros, sale fortalecida y exitosa o más bien desdibujada y desfavorecida. Vamos por partes. La palabra cultura, etimológicamente cultivar la tierra, significa ahora el cultivo de conocimientos y de las facultades del hombre. ¿Cuáles son estas facultades? Durante toda la historia y en todas las culturas del mundo, hay cuatro dimensiones básicas de la experiencia humana:
- La dimensión intelectual que aspira a la verdad.
- La dimensión estética que aspira a la belleza.
- La dimensión moral que aspira a la bondad.
- La dimensión espiritual que aspira a la unidad.
Así, me permito afirmar que no hay personas cultas, sino personas que cultivan alguna, varias o todas esas dimensiones. Con esta premisa, me da miedo que el éxito de ventas de los autores llamados «mediáticos», no sea un virus esclerótico para la cultura, una aluminosis que afecte a la estructura del propio proyecto cultural. «Somos adictos a las novedades», sentencia Zygmunt Bauman, en su manera de entender el mundo que ha definido sabiamente como «modernidad líquida».
La cultura no es solo «novedad». Es esencialmente interés por una de las cuatro experiencias básicas. La «novedad» abona la cultura cuando despierta y satisface la curiosidad por un nuevo punto de vista de la dimensión que nos atrae, pero la «novedad», por ella misma, no encaja, a mi entender, con la cocción del producto cultural que precisa de tiempo, paciencia y humildad.
Sin embargo, soy consciente de que las concepciones culturales son numerosas. El antropólogo Kroeber, pionero de la antropología cultural, recogió, a principios del siglo pasado, más de ciento cincuenta definiciones del concepto cultura. Demasiadas definiciones para este modesto trabajo. Me quedo con la del novelista y ensayista Milan Kundera: «La cultura es la memoria de un pueblo, la memoria colectiva de la continuidad histórica, la manera de pensar y de vivir».
Me gusta esta definición de cultura porque me da la idea de trasmisión de palabras, de ideas, de conceptos, de habilidades que se transfieren de unos a otros, de generación en generación. Tal como nos ha dejado escrito Antonio Machado: «Que en cuestiones de cultura y saber, solo se pierde lo que se guarda; solo se gana lo que se da».
Me gusta también, porque me hace ver que nuestra cultura, la que creamos y recreamos hoy, es deudora de grandes personajes del pasado. Stephen Hawking en su libro A hombros de gigantes nos muestra como la ciencia contemporánea se apoya sobre los autores precedentes. Einstein en Newton, este en Kepler, este en Galileo y este en Copérnico, etc. Todo este encadenamiento de conocimientos ha de hacernos sentir y ser intelectualmente muy humildes.
Una investigación publicada en la revista Journal of Positive Psychology y dirigida por Elisabeth Krumrei-Mancuso, profesora en la Universidad de Pepperdine de California, sobre mil doscientos voluntarios, la mayoría estudiantes universitarios, concluye que la humildad intelectual ayuda a valorar lo que sabemos, deja abierto el pensamiento reflexivo al compromiso intelectual, a la curiosidad y a la apertura mental. En cambio la arrogancia intelectual induce al error y dificulta el aprendizaje.
El resultado de esta investigación reafirma el pensamiento que anteriormente había manifestado el filósofo Friederich Nietzche: «La sencillez y la naturalidad son el supremo y último fin de la cultura.» No alcanzaremos el nivel cultural como personas y como país, si nos detenemos en el «picoteo cultural» de las novedades, best-sellers y no nos revestimos de humildad, paciencia y reconocimiento de nuestros predecesores.
Me place concluir este modesto artículo con la fórmula que da el gerundense escritor, editor y fotógrafo Quim Curbert, en su último libro La tardor catalana: «Un país se construye en el silencio de sus bibliotecas, en el fragor de sus teatros y en todos aquellos sitios donde la gente decide unir esfuerzos para crear frágiles y a menudo intangibles espacios de conocimiento y belleza».
¡Una flor no hace verano! ¡Un libro y una rosa no forjan una cultura!