Por Rodrigo Prieto Drouillas
Doctor (c) en Psicología Social
Barcelona, España, febrero 2008
Foto: JISC Infonet
Es tiempo de elecciones. En muchos países los comicios generales se acercan y con ellos, una cierta efervescencia social ante una nueva edición del rito fundamental de la democracia. Para algunos, máxima expresión de la participación ciudadana; para otros, triste representación de un ideal inalcanzable. En cualquier caso, principal mecanismo para legitimar a los gobernantes que tendrán en sus manos durante unos años la administración del Estado.
Todos los candidatos se convierten de pronto en magos sociales. Uno tras otro enuncian los conjuros con que resolverán “los problemas de la gente”, y curiosamente casi todos apelan a las mismas mágicas palabras: el “cambio”, los “derechos”, la “seguridad” y el “empleo”.
Durante unas semanas, más de alguno se ilusiona con la lluvia de promesas y otros tantos se indignan ante el engaño y el descaro. Pero todo pasa rápido. Las urnas se llenan, los votos se cuentan, las cuentas deciden y los porcentajes confirman, para que los profesionales de la política vuelvan a su rutina de televisadas rencillas.
Mucho más abajo en la escala del poder, el rostro y las manos del estado se visten cada día de paciencia, comprensión y a veces de impotencia ante las demandas de los ciudadanos. Es la administración del estado, miles de mujeres y hombres que en los diferentes servicios son los encargados de “dar la cara” y la información de 9 a 17 horas.
Son muchos los prejuicios que existen en torno a estos funcionarios: que tienen el trabajo asegurado, que trabajan poco y ganan bien, que pierden el tiempo o que están poco preparados. En contrapartida, ellos argumentan que no todo es tan maravilloso como parece, pues debido a la propia naturaleza de la administración, muchas veces su trabajo es monótono y aburrido, no les deja espacio para la creatividad ni la toma de decisiones e incluso a veces deben lidiar con los compadrazgos políticos que cambian de un gobierno a otro. En suma, ni blanco ni negro, pues, como en todo, hay de todo y no se puede generalizar.
Lo cierto es que ser el rostro del estado no es tarea fácil, pues quienes realizan esta tarea están en medio de un fuego cruzado que tarde o temprano les acaba por quemar. Mientras por una parte muchos ciudadanos llegan exigiendo atención porque “con mis impuestos yo pago su sueldo”; por otra, la Administración les pide atender las múltiples demandas ciudadanas sin darles, muchas veces, las herramientas necesarias para ello.
Ante este panorama, ¿es posible exigirles un sentido de servicio público?, ¿cuáles son las implicaciones básicas de este mandato?, ¿cuál es el punto de equilibrio entre la profesionalidad y el compromiso con la ciudadanía?, ¿en qué medida estos mismos funcionarios pueden o deben desdoblarse de su ciudadanía para asumir una responsabilidad institucional?
La respuesta de estos interrogantes es tarea que sin duda podrían emprender con exhaustividad los expertos en administración, ciencias políticas o ética; sin embargo, desde la experiencia de dialogar con muchos funcionarios en el marco de diferentes cursos realizados entre 2006 y 2007 en Cataluña, podemos apuntar algunas intuiciones que pueden servir para pensar al respecto.
En un sentido amplio, trabajar en el servicio público debiera ser, como cualquier profesión, una cuestión de vocación; es decir, donde la propia ética personal contribuya a dar sentido a la labor que se realiza. Concretamente en los funcionarios que atienden público ésta debiera traducirse en el deseo de trabajar con y para otras personas, desde un sentido comunitario y confianza en las instituciones.
Desde un enfoque basado en la gestión por competencias, es decir, no sólo en los conocimientos, sino también en las habilidades personales de los trabajadores, podríamos decir que una persona que está de cara al público en la administración debiera tener altos niveles de empatía y sobre todo muchas habilidades de comunicación, como capacidad de escucha, contención, claridad y asertividad, que le permitan acoger, comprender y responder adecuadamente las demandas de los usuarios.
Y desde una ética profesional, quienes trabajan en estas labores, debieran estar informados del funcionamiento del Estado, de los deberes y derechos de los ciudadanos en general, así como de los servicios y trámites, concretos que ofrece el departamento en que se trabaja.
Aunque en las relaciones humanas no hay fórmulas infalibles, es probable que la suma de estos tres elementos contribuya a encontrar el anhelado punto de equilibrio que el funcionario de atención de público requiere para estar a gusto con su trabajo, hacerlo bien y con ello, satisfacer las necesidades de los ciudadanos. A ver si de esta manera, el rostro cotidiano del estado se oxigena y respira nuevos aires para cumplir su tarea de servicio y compromiso con la sociedad.