Por Caterine Galaz Valderrama
Doctora (c) en Filosofía de la Educación
Barcelona, España, enero 2008
Foto: H. Castañón
Imaginar que entre los futuros familiares haya alguien que profese una religión diferente, o que vista de manera poco usual o que tenga una costumbre distinta en las comidas, para algunas personas puede resultar impensable y, más aún, poco deseable. Aunque a simple vista puede parecer una conducta inofensiva, en el fondo de este comportamiento, pueden estar incubados, signos claros de rechazo respecto de quienes nos parecen “diferentes” y “ajenos” a nuestro propio grupo social.
Este tipo de actitudes se enmarca en lo que se conoce como “racismo cultural” o “racismo sin raza”. Estas nominaciones se refieren a aquellas visiones que consideran una cierta superioridad histórico-cultural de unos grupos respecto de otros, ya no cimentada en aspectos biológicos sino en rasgos culturales subvalorados por el observador. Parecieran no agradar los signos visuales (vestimenta, accesorios, etc.), las formas de reunión social y familiar, las adscripciones religiosas, el uso del espacio público, entre otros rasgos; considerándoles, de menor valor –o directamente descalificándolos– respecto de la simbólica dominante.
Hasta hace poco seguía vigente un racismo biológico, basado en la supuesta superioridad genética de unos grupos sobre otros. Esta visión fue cuestionada desde diferentes perspectivas durante el siglo XX y quedó totalmente obsoleta con el descubrimiento del “genoma humano”. En concreto, las investigaciones del genoma humano demostraron que todos los seres humanos compartimos el mismo patrón genético, por tanto, las diferencias entre los diferentes grupos sólo son fenotípicas, es decir, de los rasgos físicos externos, que responden a variantes adaptativas desarrolladas por cada grupo a través del tiempo.
Pese a ello, en muchos sectores persiste un etnocentrismo que se manifiesta en el rechazo de los colectivos diferentes, pues se cree –aunque no necesariamente se dice– que el referente cultural personal es mejor que los demás.
Taguieff (1990) en “La fuerza del prejuicio. Ensayos sobre el racismo y sus dobles” señala que actualmente se han desplazado las ideas de pureza desde una supuesta raza biológica a una noción de identidad cultural, auténtica y monolítica. Como si existiera una escala jerárquica donde unas identidades (o culturas) fueran más aceptables que otras, más civilizadas que otras, más modernas que otras. En cierta forma, en la cotidianidad se van haciendo evidentes, signos de un racismo no declarado ni directo, sino más bien, implícito y soterrado. Actualmente poca gente se reconoce como “racista”; sin embargo, no es raro escuchar la frase “yo no soy racista, pero…” como preludio para expresar reticencia frente a ciertos colectivos considerados “foráneos” al grupo local.
La consecuencia directa de este racismo sin raza o cultural, es considerar la inviabilidad de la convivencia en un mismo territorio de personas con referentes socioculturales diversos, y la posible aparición de brotes xenófobos, violencia directa o temor frente a una supuesta invasión cultural por parte de personas extranjeras.
La contraposición entre unos y otros, como si los grupos sociales fuesen realidades estancadas –negando de paso cualquier diferenciación personal de los sujetos respecto de su propio colectivo de referencia– se convierte en la piedra angular para la construcción de este racismo cultural. Y los prejuicios y estereotipos pasan a ser el alimento para expresar la animadversión hacia las personas del colectivo no deseado.
De allí, la importancia de reflexionar en profundidad sobre cómo estamos considerando a esos “otros”. Tomar conciencia de la forma en que cotidianamente en nuestras actitudes, comportamientos y lenguaje, podemos estar abriendo la puerta a ese racismo cultural, ya es un pequeño paso para evitar que se llegue a expresiones directas de rechazo, y puede ser una base para mejorar la convivencia en las actuales sociedades. Pero además, cabe insistir en la consideración de los derechos fundamentales de todas las personas, independientemente de su lugar de procedencia, lo que pasa por la aceptación de la libre expresión de las diferentes características culturales. En definitiva, hoy más que nunca, no sólo basta señalar a viva voz “yo no soy racista”; sino más bien, hay que intentar poner en práctica, pequeñas acciones de respeto mutuo de las creencias, de los rasgos particulares y de las manifestaciones culturales a las que las personas deseen adscribirse.