Por M. Javiera Aguirre Romero
Periodista, doctoranda en Ética y Política
Barcelona, España, octubre 2009
Foto: V. Nuñez
En general, cuando vemos alterada nuestra vida en algún sentido intentamos reestablecer lo que consideramos que es el orden en ella, y dentro de ese orden el dolor habitualmente es considerado una alteración: ya sea dolor físico o dolor existencial, pareciera que la reacción natural es intentar erradicarlo, aminorarlo o simplemente negarlo, como forma de protegernos tanto de su experiencia como de sus consecuencias. Por otra parte, el dolor es objetivo de estudio desde hace mucho tiempo, por diferentes culturas y sociedades y desde diferentes perspectivas (medicina, sociología, neurobiología, psicología, filosofía, etc.) No es extraño, por tanto, que la primera definición que da la Real Academia de la Lengua Española deje en claro que se trata de un tema amplio. Lo define como una “Sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior”.
Y aunque se trate de una molestia por causa externa o interna, y nos aproximemos a ella desde la medicina o la sociología, seguramente a nadie extrañará la afirmación de que constantemente intentamos estar lejos del dolor, evadirlo como de lugar. Y sin embargo, el dolor es parte de la vida desde el comienzo de ella: el parto es con dolor, crecer produce dolor, cambiar, tomar decisiones, incluso amar duele. Y aún cuando el dolor es naturalmente parte de la vida, no lo asumimos como un proceso propio de ella sino que intentamos huir, alejarnos de él.
En la dinámica que hemos desarrollado en nuestra relación con el sufrimiento, ya sea evadiéndolo, creando mecanismos de defensa para protegernos de él, dejándolo que actúe, enfrentándolo o permitiendo que nos aplaste, ha habido una enorme influencia de las culturas y por supuesto, de las religiones. No tiene el mismo significado el dolor para una persona de Oriente que de Occidente, dadas las diferencias culturales y religiosas, maneras de interpretar el mundo que no son estáticas puesto que a su vez cambian con el tiempo. Pero todos luchamos con el dolor en algún sentido. Hay quienes niegan los conflictos para evitarlo; otros creen que enfrentando cara a cara los problemas se pueden evitar o minimizar los efectos del dolor.
Y aunque parezca una alteración de nuestra vida, el dolor es una llamada de atención que nos obliga a estar alerta, que nos invita a reaccionar. Esa reacción no significa necesariamente evitar el dolor, aunque ese sea el movimiento instintivo. Se trata de una alarma interior. Es interesante ver cómo desde esta perspectiva el dolor sale de la habitual connotación negativa para transformarse en una fuente que nos alerta de nuestra situación interior cuando está enferma, la que tantas veces queda camuflada por los acontecimientos y las preocupaciones exteriores.
Hay personas que sufren porque tienen el umbral del dolor físico bajo. Eso les acarrea dificultades porque les impide darse cuenta de que algo les pasa; por ejemplo, si un niño con el umbral del dolor bajo se cae y golpea la cabeza, al no sentir dolor puede dejar pasar el tiempo sin decirle a su madre que ha sufrido un golpe que puede ser grave. O un adulto que tiene esta condición debe de estar atento a los golpes o a las heridas que se haga porque puede no dar importancia a alguna que luego le traerá dificultades o problemas mayores.
Pues bien, así de delicado sería no sentir dolor existencial, sería un riesgo enorme el no sentir la alarma de que algo está sucediendo para poner en ello atención y cuidado. No se trata de dejar que el dolor arrase con nosotros, sino de tal vez detenernos un momento para identificarlo por tratarse de la alarma que nos permite cuidar de nuestros procesos, sentires y estar atentos a nuestros cambios.
Los cuidados preventivos o paliativos de los dolores existenciales son de gran ayuda, pero no lo es tanto intentar que el dolor no exista porque de ser así nos quedaríamos sin la alarma de nuestros procesos interiores. No se trata de acabar con el dolor sino de asumirlo, porque hay dolores que no se acaban, como por ejemplo, cuando muere un ser querido. Pero para asumir, aceptar y canalizar es necesario mirar de frente el sufrimiento, así como el vacío que da origen al mismo. Porque la raíz de cualquier dolor existencial finalmente es la sensación de vacío y sinsentido existencial que vale la pena mirar de frente y no tapar con falsos paliativos que no hacen sino confirmar el vacío.