Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en Filosofía
Salamanca, España, mayo 2009
Foto: M. Farmer
Miles de edificios caen en L’Aquila no tanto por culpa del terremoto, como porque fueron construidos con una mezcla de cemento y arena de mar. Hace días que no oímos hablar de los monjes budistas del Tíbet, pero ellos siguen sufriendo bajo el poder chino que les niega el reconocimiento civil institucional que se deriva de su historia e identidad. Desde Nicaragua llegan las voces de cientos, miles de niñas-mujeres que son raptadas, violadas, embarazadas y maltratadas a lo largo de toda su vida por buena parte de sus conciudadanos varones. Gran parte de África sigue muriéndose de hambre y enfermedades que, en muchos casos, tienen tratamiento y cura, mientras se experimentan fármacos y cosméticos a costa de su ya escasa salud. En cualquier lugar del planeta, encontramos a alguien autoconvertido en un reyezuelo diochesco que se cree por encima de sus congéneres, así que los utiliza, los manipula, los maltrata, los ningunea, en definitiva, no les deja “ser”. Seguimos oyendo amenazas de muerte y sufriendo atentados perpetrados bajo cualquier sucedáneo ideológico que no entiende que ninguna idea, por buena que sea, merece la muerte de un solo ser humano.
Podría seguir, porque el retrato de una humanidad enferma, que constituye una sociedad falta de salud, no es nada difícil de dibujar una y otra vez, siempre con distintas apariencias. Sólo es preciso estar mínimamente atento a las noticias y, de hecho, a lo que sucede a nuestro alrededor.
Cada uno de esos hechos responde, al menos en buena medida, a lo que desde el realismo existencial de Alfredo Rubio se han denominado “enfermedades del ser”, “enfermedades ónticas”. Ya antes, Viktor Frankl había advertido que una vez identificadas, conocidas y divulgadas las neurosis relacionadas con lo sexual, sobre todo gracias a las teorías freudianas, se comenzaba a detectar en la sociedad de mediados del siglo XX un nuevo tipo de crisis mucho más profunda, una especie de “neurosis existencial” que habría que atender si pretendíamos dar respuesta a muchos males del hombre contemporáneo.
El tiempo así lo ha ido confirmando, aunque todavía estamos lejos de saber manejarnos con ellas. Hay una gran tarea de investigación y divulgación pendiente si queremos abordar y atajar desde su más profunda raíz esas fisuras de nuestro ser que provocan en nosotros comportamientos enfermizos; que rompen con esa definición global y armónica de salud que propone la Organización Mundial de la Salud y que va mucho más allá de la mera ausencia de enfermedades físicas y psíquicas.
El origen de las enfermedades del ser es claro: un desajuste y desacomodo con nuestro modo de ser limitado. Nos enferma sabernos y sentirnos limitados; no lo encajamos, no lo asumimos, lo intentamos disfrazar con variados subterfugios.
No importa el qué seamos, si una cosa u otra, si más o menos —si es que cabe hablar en esos términos—, porque siempre seremos limitados, y eso no nos basta: o queremos ser absolutos, o queremos ser más porque lo que somos no es suficiente, o queremos ser otra cosa porque la que somos no nos vale, o merecemos sufrir porque consideramos que un ser limitado no puede sentir el placer ni la alegría, o endiosamos alguna de nuestras capacidades o nuestras propuestas sublimando nuestro anhelo de absolutez…
Las enfermedades del ser invaden todas las áreas de nuestra existencia, desde el concepto que tenemos de nosotros mismos hasta el que tenemos de los demás, pasando por todo el abanico relacional posible. Las enfermedades ónticas configuran esa sociedad humana que parece haberse vuelto loca. Una locura que deteriora la existencia, unas enfermedades que, como son del ser, agreden, precisamente, al ser de nuestros congéneres. Enfermedades que afectan al vivir y al convivir.
Un último apunte. Décadas atrás, a alguien que tenía tendencia a la tristeza, que lloraba con cierta facilidad, a quien costaba llevar adelante la vida, simplemente le tenían por débil, por gandul, por poca cosa. Hoy sabemos que a menudo sufre la carencia o desequilibrio de ciertas sustancias químicas que le provocan una depresión, que eso es una enfermedad y que es tratable. A quien bebía en exceso, simplemente le llamaban borracho; hoy sabemos que en muchos casos, el alcoholismo más que vicio es enfermedad, y que en algunos casos hasta es inducido por cierta inclinación genética.
Mientras no sepamos ver en ciertos comportamientos del hombre y la mujer contemporáneos lo que son, una enfermedad del ser, no podremos ser responsables al respecto. Diagnosticándolos, más que juzgándolos y condenándolos, tal vez sabremos hacer algo útil por ellos y tratarlos con las terapias adecuadas. La calidad de vida de los seres humanos y de la sociedad que juntos conformamos, mejoraría considerablemente.