Por Natàlia Plá
Doctora en filosofía
Barcelona, noviembre 2010
Foto: Creative Commons
¡Qué difícil es aprender a leer! Como tantas otras cosas que vivimos en la primera infancia, olvidamos lo que nos ha costado o lo que nos ha hecho sufrir. Ya lo saben: dicen que los adultos aguantaríamos con mucha dificultad el dolor al salirnos los dientes. En procesos de aprendizaje también afrontamos grandes retos y después olvidamos lo que suponen.
He coincidido con una niña que está aprendiendo a leer. Para los que no están al corriente del sistema educativo actual, los niños de ahora empiezan por aprender lo que denominan «letra de palo», que son nuestras mayúsculas. Y la fonética con la que aprenden el nombre de las letras es muy diferente de la que nosotros utilizamos en su momento. No aprenden la «be», la «ele», la «erre», sino la «b»; la «l», la «r», o sea su sonido sin ninguna vocal acompañante.
Después pasan a lo que con toda lógica se denomina «letra ligada», es decir, la cursiva en la que unas letras se escriben ligadas a las otras, sin levantar el lápiz del papel. Ya he escuchado a varios niños decir que esto de la letra ligada ¡es muy difícil! A pesar de ello, se ponen manos a la obra y todos acaban leyéndola y escribiéndola. Pero… intenten ligar los sonidos de las letras para construir una palabra… C-a-s-a. Ésta es relativamente sencilla. ¡Pero, ojo con las palabras que contienen sílabas de tres letras, y en las que dos consonantes están juntas! Se tiene que repetir hasta que va tomando sentido, en gran parte por lo que los pedagogos denominan «indicios contextuales», o sea, que cuando empiezan a decir unas letras, asociamos el sonido que van formando con alguna cosa que ya conocemos; mentalmente vamos viendo posibilidades, de forma que la lectura no es una mera descodificación mecánica, sino un proceso cognitivo complejo.
Les explico esto porque mientras veía a aquella criatura lanzándose a la aventura de descifrar las palabras que tenía delante, yo pensaba que esto era muy parecido a lo que nos pasa cuando intentamos encontrar el sentido de lo que vivimos. Tenemos diversos elementos, cada uno con su propio nombre, sonido y significado, pero que al aparecer conjuntamente, debemos poner en relación. Así, al irlos aproximando, acaban iluminando un nuevo sentido que podemos exclamar en voz alta, tal como los niños pronuncian con satisfacción la palabra que, finalmente, han descubierto en aquella grafía.
Dicen algunos entendidos que el sentido de la vida no puede inventarse, ni ser dado por otro. El sentido se debe descubrir en un proceso de búsqueda, de aprendizaje, de leer e interpretar los elementos que están danzando en nuestra vida. Debemos repensar lo que ya vivimos para descubrir en ello nuevos significados, o para reafirmar los antiguos, ya que las dos cosas se dan en la identificación del sentido.
Como decía Viktor Frankl, el hombre tiende a descubrir un sentido en su vida y a llenarlo de contenido, porque la falta de sentido es insoportable para el ser humano. Por ello él reclamaba una psicología no sólo de las profundidades, sino de las alturas, que incluyera la voluntad de sentido.
El sentido profundo radica en lo que nos responde a nosotros mismos, en lo que nos hace ser. Porque, en último término, el ser es el motor de la acción. Por ello necesitamos dinámicas complejas, que nos hagan ir a lo más adentro de nuestro ser, y al mismo tiempo, a lo más allá de nosotros, que, de hecho, no son cosas tan diferentes… La adecuada combinación y orden de lo que encontramos al ir hacia dentro y afuera, nos desvelará alguna cosa significativa de lo que nuestra vida está llamada a ser.