Por Marta Miquel
Colaboradora del Ámbito María Corral
A Corunya, mayo 2010
Foto: Taoist Tai Chi Belgium
Durante la última Semana Santa estuve peregrinando unos días por los caminos que llevan a Santiago de Compostela, y bastante avanzado el recorrido me encontré a un matrimonio con el que tuve una conversación muy interesante. La verdad es que cuando uno está de vacaciones o en un espacio que no es el de siempre y no está por obligación, las relaciones con la gente que te encuentras son muy distintas de las habituales. Son encuentros gratuitos, en los que compartes lo que surge en el momento sin esperar nada a cambio.
Pues bien, con este matrimonio comentábamos precisamente esto: qué complicadas son las relaciones cuando nos dejamos llevar por los intereses personales y qué entrañables pueden llegar a ser cuando nacen de la gratuidad.
Esta pareja, de avanzada edad, no era la primera vez que se ponía en camino y constataba, después de contemplar y compartir con quienes se habían ido encontrando, que el ser humano necesita urgentemente aprender a establecer lazos fuera del paradigma mercantil, al margen de la oferta y la demanda, donde todo tiene un precio y de todo se espera un resultado rentable.
En nuestra sociedad estamos acostumbrados a dar, como máximo, a cambio de recibir al menos tanto como hemos dado, pero en las relaciones personales eso no funciona así; al menos en aquellas que denominamos de amistad y sobre las que vamos apoyando nuestra vida. Los vínculos humanos no están ceñidos a un contrato, ni pueden existir en función de un juego de rol en el que se crean situaciones ficticias a través de las cuales podemos llegar a manipular las acciones de los personajes
Los lazos afectivos que tanto anhelamos, y que a veces no somos capaces de establecer, necesitan unos pilares sólidos como por ejemplo el de la gratuidad. Todo lo que nace a cambio de nada está exento de exigencias y de egoísmos y tiene la fuerza suficiente para dar sentido a las dificultades que se vayan interponiendo en la construcción de estos lazos. Pero para ser gratuito con los demás se debe estar contento con uno mismo.
Demasiado a menudo –paseando, en el metro o entre compañeros de trabajo– percibimos rostros descontentos, miradas temerosas o rasgos que reflejan desencanto o indiferencia ante la propia vida. La muerte, una enfermedad, una crisis, o lo más profundo de la persona que a veces ni uno mismo se atreve a mirar, hacen surgir en el ser humano sentimientos que son difíciles de gestionar y transformar, pero que no pueden ser la base de las relaciones. Si fuese así, probablemente acabaríamos exigiendo al otro aquello que nosotros necesitamos y la amistad acabaría mal.
Estar contento con uno mismo implica aceptar la propia vida como un don y alegrarse, ¿o es que tal vez sería mejor no haberlo recibido? ¡Cuántas cosas nos habríamos perdido! Si queremos hacer un balance es importante que primero tomemos conciencia del regalo que tenemos en las manos; después, y sólo después, podremos poner sobre la balanza todo aquello que nos hace sufrir y todo aquello que nos llena de gozo, y seguramente obtendremos un buen resultado. Si es desde esta tesitura que establecemos relaciones con los demás, el entramado humano dentro las familias, entre los vecinos, en las empresas y en la sociedad en general será mucho más fuerte y rico.
De hecho, si nos paramos a pensar, seguro que conocemos muchas instituciones que funcionan, con muy buenos resultados, gracias a la entrega gratuita de cientos de personas. Si proyectos a favor de los más necesitados, como la lucha contra la violencia intrafamiliar, la acogida a las personas inmigrantes, el acompañamiento de las personas mayores o el apoyo a una población tras un desastre climatológico, se pueden llevar a cabo así, no dudamos que las relaciones más personales también se verán gratamente beneficiadas si en la base somos capaces de poner una buena dosis de gratuidad.