Últimamente, si uno escucha los comentarios del entorno, se da cuenta que todo son quejas: que si hace demasiado frío, que si no llueve lo suficiente, que si ahora el calor es excesivo, que si los que mandan lo hacen mal, que si la oposición no hace nada, que la ciudad no funciona, que no hacen nada bien, que si mi esposo, esposa, hijo… y así continuamente, hasta configurar una lista de quejas casi infinita. Vivimos instalados en la queja. Lo más grave es que esta actitud no soluciona los problemas y seguir señalando los defectos personales y sociales sólo consolida nuestra propia impotencia. Si quejarse es una actitud estéril, sino aporta nada y, a la vez, no ayuda a mejorar las cosas, ¿Por qué seguimos instalados en esta crítica fácil y desmesurada? ¿Quizás porqué quejándonos continuamente de los otros no es necesario que revisemos lo que nosotros hacemos y sobretodo, escondemos aquellas realidades de nosotros mismos que no nos gustan o nos molestan?
A menudo decimos que debemos acoger a los demás, pero debemos empezar por acogernos nosotros mismos y, en especial, acoger aquello que hay en nosotros que nos desagrada y que, incluso, nos molesta reconocer que forma parte de nuestra manera de ser. Aceptar ser quienes somos y como somos, esta es la propuesta de la vida. Si no aceptamos con alegría lo que somos, no nos extrañemos que todo lo que encontremos fuera de nosotros sea defectuoso y problemático. Al quejarnos seguramente no mentiremos, porque lo que denunciamos es real, pero sólo nos habremos fijado en aquello que es defectuoso o no nos guste.
No hay nada perfecto, sin defectos ni limitaciones, y esto en sí mismo no es problemático. Cualquier persona, institución o sociedad es limitada. Todos tenemos defectos, nadie lo sabe todo, ni lo entiende todo, ni acierta siempre. Robar los límites a las personas es condenarlas a un choque con la realidad, es instalarlas en la queja permanente. No hay otra manera de ser en este mundo que ser con defectos, imperfecciones. Por lo tanto, aquello de que tanto nos quejemos, que tanto nos desagrada y que decimos que nos limita, es lo que nos posibilita ser y disfrutar de todo lo que somos y de todo lo que vivimos. En último término, podríamos decir que la queja en una contradicción bastante absurda.
Demasiadas veces, por soñar un mundo mejor renegamos del que existe y nos ha sido dado, como si todo lo que los demás han hecho por nosotros no valiera nada. Pero la realidad en sí misma es muy terca y, por más que uno se esfuerce, no es posible hacer otros mundos sin contar con el mundo que tenemos y del que formamos parte. Vemos claro como debe ser el hombre, el mundo, la política, la sociedad y procuramos que la realidad quede sometida a nuestras ideas. Y al final de este largo recorrido, como no hay nada que se ajuste a lo que hemos pensado o imaginado, pasamos de la queja continua a la búsqueda de los culpables, de quienes nos impiden que logremos nuestro sueño.
Olvidamos que nosotros mismos formamos parte de la realidad que tanto criticamos y renegamos. No nos podemos quejar sin más, como si todo pasara al margen de nosotros. Si formamos parte, nos debemos comprometer con aquello que denunciamos o que nos desagrada. Y comprometernos quiere decir luchar con todas las fuerzas para mejorar aquello que denunciamos. La forma más madura de indicar o señalar aquello que no funciona, será ofreciendo nuestra ayuda para mejorar nuestro entorno.
Decir y no hacer nada es una postura típicamente infantil. Como dicen algunos autores, hemos vivido en una sociedad que nos ha hecho creer que teníamos todos los derechos, lo cual nos ha llevado al convencimiento que la razón básica de nuestra insatisfacción es que alguien –que denominamos Estado, familia, políticos, empresarios, obreros, municipios, etc.–, no nos ha dado aquello que nos correspondía. Vamos convirtiéndonos en una especie de niños malcriados y dependientes, con la gravedad que, si algún día nos lo diesen todo, seguiríamos quejándonos porque nos falta algo. Una cultura individualista nos hace personas preocupadas por nosotros mismos y muy poco corresponsables; en definitiva, nos vuelve egoístas e improductivos.
Es necesario hacer un salto de madurez, dejar de quejarnos y pasar a darnos, es decir, pasar de la queja a proponer algo para mejorar aquello que no funciona. Pero para hacer una propuesta debemos tener algo que decir y ofrecer; debemos esforzarnos por ser creativos, reflexivos, por tener algo para dar y aportar. Y cuando tengamos algo concreto que ofrecer, todavía nos quedará un paso por hacer: tener la generosidad de entregarlo a los demás.
Jordi Cussó Porredón
Ponentes y ponencias:
Martí Ovilla Solé, Director de NOVA – Innovació Social
Leticia Soberón Mainero, Doctora en Comunicación
M. Assumpció Vilà Planas, Defensora del poble de Barcelona
Reseña, reportaje fotográfico y monográfico