Por Leticia Soberón Mainero
Psicóloga
Roma, febrero 2011
Foto: Gaelx
8 de marzo, fiesta de las mujeres. Celebración de lo ya alcanzado –¡que es mucho, allá donde se ha avanzado!– y estímulo para lograr igualdad de oportunidades en tantos países donde se trata todavía de un sueño; quizá más de la mitad del mundo.
Aunque parezca una obviedad, siento la necesidad de expresar un sincero reconocimiento a las innumerables mujeres que a lo largo de la historia y en los diversos ámbitos de la sociedad han hecho avanzar de manera práctica el reconocimiento de la igual dignidad y derechos de ambos sexos. Las trabajadoras que pidieron, pagando a veces con la vida, salarios justos, horarios a medida humana, derecho a la maternidad. Las activistas que reclamaron el derecho a votar. Las revolucionarias que recordaron a sus compañeros que ellas también eran sujetos de derechos y deberes. Las científicas e investigadoras que por primera vez entraron en las universidades, aportando su inteligencia y dedicación al avance del conocimiento. Las artistas, literatas, poetisas, periodistas, tantas veces incomprendidas, que han elevado la calidad de vida de sus sociedades. Las santas, místicas y teólogas que ejercieron su capacidad de expresarse sobre Dios en primera persona. Letradas o ignorantes, aristócratas, burguesas y plebeyas que han impulsado la historia hacia adelante, y a las que nosotras, que hoy podemos simplemente ser personas y ejercer como tales, les debemos tanto porque abrieron valientemente camino donde no lo había. También muchos varones, muchos, han impulsado y apoyado este esforzado trabajo. También a ellos, gracias.
En medio de un mundo lleno de desigualdades, es inmenso el privilegio de vivir en ámbitos sociales donde el ser mujer o varón ya no significa un problema. Donde uno puede expresarse libremente según sus particularidades, en igualdad y reciprocidad. Donde toma sus decisiones, ejerce como líder; ejerce una auténtica corresponsabilidad con los varones en el trabajo, la familia y la vida social, política, económica. Donde puede establecer amistades auténticas e igualitarias con personas de ambos sexos. Donde la maternidad y la vida hogareña no son ni una obligación ni un estigma, sino una maravillosa tarea de responsabilidad compartida.
Por eso sorprende el que, justamente en esas sociedades avanzadas, haya mujeres que eligen ser objetos, como meros floreros o adornos, prestándose a un atávico juego de seducciones para suscitar envidia en las otras féminas y atrapar al macho, cifrando el propio valer en su aspecto y en su ropa. Ejercen una supuesta libertad que se ahoga poco después en la peligrosa dinámica del dominio/sumisión donde ambos quedan presos, y que no pocas veces degenera en maltrato. Claro que es de celebrarse la atracción entre los sexos y el erotismo que conlleva. Lo que desconcierta es que rebrote un reduccionismo antiguo, la mujer-cosa que en la publicidad y en la vida se creía superada, tras los altos costos pagados por las libertarias de antaño. Me duele ver jóvenes que retornan gustosas al terreno donde el cuerpo se usa como moneda de cambio en una triste lucha de poderes en la que no hay relación humana, sino comercio. Un cuerpo exaltado e idolatrado, pero paradójicamente recortado y recosido como si fuera de plástico o de madera en innumerables modificaciones quirúrgicas para adaptarlo sin descanso al modelo estándar de belleza, para seguir gustando y gustándose hasta parecer máscaras sin edad en vez de rostros. Y eso… ¡en nombre de la libertad!
Sí, ya sé que ser libre es justamente eso: poder elegir. Pero la elección de ser esclavas –de la moda, de los prejuicios, del varón de turno, como de cualquier droga– se realiza una única vez, porque con ese paso se estrangula progresivamente el margen de autodeterminación. ¿Demasiado dramatismo ante algo que muchos consideran un paso adelante en la promoción de la mujer? Más bien parecería una nueva forma de lo que Eric Fromm llamó «el miedo a la libertad». Por eso hoy quisiera brindar por la extraordinaria posibilidad que tenemos de ser libres y corresponsables con nuestros hermanos, como auténticas interlocutoras, inteligentes, libres, capaces de amar en igualdad de dignidades y con nuestras específicas particularidades, para hacer avanzar a las sociedades de modo que no haya nadie a quien se niegue su calidad de persona por haber nacido mujer.