Por Toni Rubio Nicás
Educador social
Barcelona, diciembre 2012
Foto: Creative Commons
La palabra “coherencia”, proviene del latín coharentia y designa la calidad de lo que representa una conexión o relación interna y global de sus partes entre sí. Según el diccionario catalán, «una persona tiene coherencia cuando hace las cosas de acuerdo con lo que dice y lo que piensa».
La coherencia en la educación social debería estar implícita en todos los niveles: a la hora de pensar, de exponer en equipo, de valorar y de actuar. Pero ésta no es siempre la misma para todos, ni usamos los mismos parámetros y, por supuesto, no tenemos las mismas bases éticas que sustenten nuestra dosis de coherencia. Debería ser una virtud inherente a la decisión de dedicarnos a los niños y niñas, y la base principal de nuestro día a día en la relación con los niños y con el resto de profesionales.
El trabajo en equipo necesita una coherencia grupal sostenida por la de cada uno/a, que, al mismo tiempo, se rige por unas fórmulas de participación concretas, pactadas y consensuadas.
La coherencia no se improvisa. Tampoco es un objetivo temporal ni el resultado de una metodología aplicada de forma individual y/o grupal. Es un saber hacer, un querer transformar y, sobre todo, es tener la capacidad de observar, proponer y aceptar el proceso que se genera.
Como dice el catedrático de filosofía, Francesc Torralba: «La coherencia conlleva una parte de crítica, pero especialmente de autocrítica».
Ser coherentes implica generar un clima de confianza grupal en la relación con los niños y que a la vez facilite una crítica creativa y una autocrítica reactiva y reflexiva de las situaciones que suceden en nuestra tarea educativa.
Nuestro quehacer cotidiano con los niños y niñas y con los compañeros, debe sustentarse en el tiempo y en la credibilidad mutua. Y esta credibilidad nos dará una autoridad moral, otorgada por los niños y por todos los agentes que intervienen.