Por Javier Bustamante Enriquez
Poeta
Barcelona, mayo 2012
Foto: L. Amachuy
Se dice que una de las primeras palabras que aprenden los niños y niñas es “no”. Los que son madres y padres lo saben. Hay un momento en que la niña o el niño a todo dice “no”. Y en muchas ocasiones no es que se estén negando a algo, simplemente dicen “no”. La explicación que dan los especialistas en desarrollo infantil es que el “no” es una forma de comenzar a afirmarse en la autonomía. Cuando el pequeño dice “no”, está queriendo decir algo así como “yo soy capaz”, “no dependo de ti para todo”. Es una manera de cobrar independencia de lo que le rodea, de reconocerse un ser con entidad propia.
En el fondo es como clarificar las cosas, separar el “yo” del “no-yo”. En estadios de desarrollo posteriores, como es el caso de la adolescencia, esta actitud primitiva se traduce en una cierta rebelión contra los progenitores, contra lo que signifique autoridad u orden establecido. Las personas queremos ser nosotras mismas y muchas veces comenzamos por definirnos a partir de lo que no somos y de lo que no queremos. “No estoy seguro de lo que soy, pero sí de lo que no soy”. Esta frase lo resume todo.
Ya en las últimas edades de la vida, el “no” nos vuelve a servir de muleta para autodefinirnos. No nos sentimos parte de esas nuevas generaciones que hacen las cosas, que ven la vida, que resuelven los problemas de manera distinta a como se hacía antes.
¿Qué expresa el “no”? A fin de cuentas es una encarnación, o mejor dicho, una verbalización del límite. Como una fina piel, el “no” delimita lo que soy y lo que no soy, lo que siento y lo que no siento, lo que pienso y lo que no pienso. Desde pequeños nos vamos conformando a partir de la diferenciación. Proyectamos afuera eso que no somos y dejamos dentro de la piel la identidad de eso que sí somos.
Ahora bien, no estamos condenados al “no”. Permanecer en esta cosmovisión nos vuelve seres excluyentes, segregando lo que somos de lo que no somos. También corremos el riesgo de vivir en un mundo dual: bueno-malo, si-no, tuyo-mío… Sin verlo todo en positivo, ya que estaríamos en riesgo de caer en una mera ingenuidad, tendríamos que ir empujando ese “no” cada vez más hacia afuera, ensanchando nuestros límites para ser más incluyentes.
Abrirnos al “sí” implica una toma de conciencia de lo que sí somos y de la realidad que nos ha hecho posibles. El sí es posibilista y realista. Para llegar a plantarnos en la vida a partir del “sí” se necesita mucha humildad. Sin duda, hay que reconocer lo que no somos, pero ésta no ha de ser nuestra piel, nuestro límite, ya que corremos el riesgo de vivir nuestra existencia en negativo y de manera infantil: yo no fui, yo no soy, yo no seré… El “sí” implica un alto grado de aceptación: yo fui, yo soy, posiblemente yo seré…
El “sí” comprende una postura incluyente de la realidad. Asumir con un “sí” mi existencia la dota de gran valor y trae consigo el hecho de asumir con un “sí” la existencia de otros seres vivos. También nos hace más compasivos ante los acontecimientos que se nos presentan en la vida, abriéndonos a la comprensión de sus motivos
El tránsito del “no” al “sí” no es un paso definitivo ni una opción permanente. Pasamos la vida oscilando entre ambas maneras de situarnos ante la realidad. Sin embargo, conforme más nos acercamos a la realidad de manera seria, nuestros “síes” son más hondos, más consonantes y concordantes. Los “noes” son más pasajeros y simplemente ayudan al discernimiento.