Por Sofia Gallego Matas
Psicóloga y pedagoga
Barcelona, marzo 2012
Foto: R. Arlequinada
En los últimos días, prensa, radio y televisión se han hecho eco de las manifestaciones de los estudiantes universitarios. Estos hechos, además de una reflexión sobre los motivos de los jóvenes para manifestarse, también suscitan una consideración que implica a todo nuestro sistema educativo. Todos los ciudadanos deberían tener una plaza asegurada en la enseñanza obligatoria: infantil (3-6), primaria (6-12) y secundaria (12-16). Si quisiéramos representar gráficamente la situación nos hallaríamos ante una pirámide, en cuya base estarían las enseñanzas obligatorias y la zona más alta se correspondería con las enseñanzas no obligatorias –bachillerato y formación profesional– para acabar en la enseñanza terciaria o universitaria. Las restricciones económicas –principal queja de los estudiantes universitarios– se han producido en todas las fases del sistema educativo.
Comencemos por la enseñanza infantil y primaria (3-12 años). Remarcar la importancia de esta etapa educativa resulta reiterativo. Todos los pequeños ciudadanos de nuestro país deben pasar por ella, ya que es en este momento de la escolaridad en que las personas hacen los aprendizajes claves de su vida: adquieren hábitos de trabajo, conocimientos básicos de lectura y escritura, cálculo y las bases de la matemática, las primeras nociones del estudio del medio natural y social, por citar los aspectos más relevantes. Para decirlo de una manera más sencilla, los niños y niñas aprenden a leer, a escribir y a contar. Todo lo que se aprende durante esta etapa, se utilizará toda la vida de estudiante, incluso más allá de la vida estudiantil: leemos, escribimos y contamos muchos años, hasta que las capacidades lo permiten. Vemos, pues, que los aprendizajes hechos son cruciales para las personas.
Esta importancia exige por parte de la Administración Pública unos gastos importantes. No sólo es importante que todos los niños y niñas del país tengan una plaza escolar asegurada, sino que los maestros puedan contar con los recursos didácticos y humanos para poder atender a cada niño en función de su perfil de necesidades educativas. El maestro, en esta etapa, debe hacer crecer a todos sus alumnos en la medida de sus posibilidades: desde los más vivarachos hasta los que lo son menos. Pero este maestro, a menudo precisa de la ayuda de especialistas de apoyo –logopedas, psicopedagogos, etc.– para atender a niños con dificultades de aprendizaje o bien a niños superdotados –el país no se puede permitir desaprovechar inteligencia.
Ciertamente, en nuestro contexto social, existen las figuras profesionales citadas, pero es necesario preguntarse si existe el número suficiente de ellos. No podemos estar satisfechos de que un alumno con dificultades graves de aprendizaje disponga, en el mejor de los casos, de una o máximo dos horas de atención individualizada. Los resultados seguramente estarán de acuerdo con la intensidad del tratamiento y este alumno, cuando llegue a la secundaria obligatoria, puede tener dificultades para el seguimiento de la escolaridad como ya las ha tenido en primaria. Las últimas restricciones presupuestarias van a menudo en la dirección de restringir el número de profesionales de apoyo. De alguna manera estamos poniendo en crisis la igualdad de oportunidades, por una parte, y estropeando talento, por otra. Y aún más: estamos poniendo en peligro el futuro del país, porque nuestros ciudadanos no habrán tenido un verdadero acceso a una educación de acuerdo con sus necesidades educativas.
La enseñanza secundaria obligatoria (12-16) es heredera de las carencias apuntadas anteriormente. En esta etapa se deben consolidar y ampliar los conocimientos anteriores para llegar a la edad laboral –16 años– con las habilidades y conocimientos idóneos para poder acceder al mercado laboral o para continuar la formación superior con unas mínimas garantías de éxito. En esta etapa educativa también resultan interesantes los especialistas: orientadores o psicopedagogos que, por una parte, puedan ayudar a los tutores en su labor y, por otra, atender al alumnado con dificultades de aprendizaje o de orientación. Resulta incluso vergonzoso leer en los periódicos que algunos institutos tienen dificultades para pagar las facturas de la luz o de la calefacción.
Y ya nos encontramos en la etapa no obligatoria de la educación, en esta etapa preparatoria para la universidad con el bachillerato o específicamente para ocupar un puesto de trabajo con la formación profesional. Ésta última es la hermana pobre del sistema educativo. Es una enseñanza muy costosa que exige un esfuerzo, no solamente de la Administración Pública sino también del empresariado que, en definitiva, será quien empleará a los jóvenes. El tipo de sociedad en la que nos ha tocado vivir hace que las inversiones en este tipo de enseñanza sean muy importantes: se debe dotar de materiales modernos para que la juventud pueda prepararse adecuadamente para el mercado laboral, cada día más exigente y tecnológicamente más cambiante. No se puede preparar al alumnado con máquinas y herramientas antiguas para ir a trabajar a una empresa moderna.
En los últimos años se han hecho adelantos importantes en el sistema educativo público, pero si bien los discursos de los políticos dan importancia a la educación, allá donde se ve claramente su voluntad de mejora es en las partidas presupuestarias. Como país todavía no nos acabamos de creer la importancia de la educación obligatoria para nuestro futuro, si no, nos miraríamos con más interés e intensidad la enseñanza obligatoria.
Los padres y madres también se han manifestado pidiendo una educación de calidad y en contra de los recortes, pero no ha habido eco mediático. Son necesarios más recursos, pero también una gestión eficiente y eficaz para alcanzar una alta rentabilidad social.