Por Caterine Galaz
Doctora en Filosofía de la Educación
Barcelona, octubre 2012
Foto: Creative Commons
En el último tiempo hemos asistido -quizá producto de las medidas para enfrentar la crisis económica que afecta a diversos países de Europa- a un cierto endurecimiento de las políticas sociales y del control fronterizo respecto a recepción de las personas extranjeras. De esta manera, los medios de comunicación se han hecho eco de posibles cambios a nivel comunitario para el acceso a la salud, al trabajo, a la reagrupación familiar y al estatus de permanencia de las personas extranjeras en los países europeos.
De esta manera, los grupos no nacionales han comenzando a aparecer más que nunca como una suerte de “chivo expiatorio” de esta crisis económica: discursos que no contribuyen en nada al cambio de los imaginarios negativos que ya predominaban en la sociedad sobre las personas inmigradas, ni a los rumores que circulan sobre a ellas, ni, en definitiva, tampoco a promover una buena convivencia y cohesión social.
La construcción de la alteridad -es decir, como concebimos a “ese otro” que consideramos diferente- y los procesos de subjetivación que tenemos -como nos autoconcebimos a nosotros mismos- basados en la “diferencia cultural” -en un marco de diversidad de procedencia nacional como la actual- vemos que sólo generan procesos sociales que dan paso mayoritariamente a relaciones de prevención y comportamientos de exclusión.
De esta manera, la “diferencia” -y particularmente aquella que creemos “cultural”- pasa a ser la bisagra por la que transita una cierta jerarquización comunitaria, entre grupos más próximos que otros colectivos, cimentando el camino para discriminaciones, exclusiones directas, o bien, una “inclusión perversa” (Castel, 1998) de ciertos colectivos a la comunidad en general (es decir, que se incluyen sólo en aquellos espacios donde no son problemáticos para el resto del grupo mayoritario).
Escalas de proximidad
Constantemente estamos viendo que en las relaciones cotidianas entre personas de procedencia diversa, éstas se sitúan a partir de una suerte de identidad y alteridad “culturalizada”, es decir desde autoconcebirse y concebir a las demás personas como sujetos “culturales” como el factor predominante que, luego, se intensifica y jerarquiza con el cruce de otras adscripciones como las de clase y sexo. De esta manera, ser de una nacionalidad, una situación económica y un sexo acaba determinando las posibilidades de inclusión social de las personas, sin considerar las propias diversidades que internamente como grupos o colectivos poseen.
Así, el vector central para construir “al otro” está pasando a ser esta “diferencia jerarquizada” que da lugar a una alteridad preferente o cercana. Por ejemplo, en el caso de las mujeres inmigradas, esta alteridad preferente puede referirse a personas de su mismo país, o con quienes comparten rasgos socioculturales como la religión (en el caso de las personas evangélicas o musulmanas). En el caso de la comunidad de recepción, esta alteridad preferente o cercana es asignada a otras personas nacionales de otras comunidades autónomas y -por último- a ciertos extranjeros “comunitarios”, pero no a todas las personas inmigradas.
Surge una cierta alteridad lejana cimentada en algunos rasgos culturales puntuales (especialmente los llamados “no occidentales”).
La lejanía respecto de algunas características culturales genera una cierta escala de proximidad y de diferenciación radical en cuyo extremo negativo emergería la figura de la alteridad máxima: el mundo musulmán (el icono por excelencia pasan a ser las mujeres musulmanas del entorno que constantemente están siendo expuestas por los medios de comunicación como el sujeto diferente).
¿Pensar de otra manera?
Pero, ¿cómo combatir estos imaginarios negativos? ¿Cómo pensar a las otras personas no exclusivamente desde su posición cultural? Uno de los caminos posibles es tomar conciencia de cómo nos diferenciamos de los otros, poner la intención y hacer el esfuerzo de posicionarse ya no desde la lejanía, sino desde la “heterofilia”, es decir, desde la cercanía al otro que en una primera instancia, nos parece incomprensible.
Algunas experiencias muestran que en estos planteamientos de cercanía, una posibilidad de cambio en la relación entre residentes de un mismo espacio con diferentes procedencias, es precisamente centrarse en la relación que emerge en el “vecindario”.
Aunque las relaciones vecinales pueden comportar diversos conflictos, a la vez, puede generar un campo de acción para derrumbar estereotipos, prejuicios y rumores sobre las personas extranjeras.
Asumir a las personas inmigradas como “vecinas”, genera que el trato y las formas de relación se desarrollen, independiente de la nacionalidad, como si se tratara de cualquier otro residente. Es decir, los conflictos y la buena convivencia pueden dejar de estar centradas en la cultura o la procedencia, para centrarse en problemas cotidianos, que son más gestionables.
Al asumirse como vecinos/as, no se busca una homogeneidad de los grupos coexistentes -ellos y nosotros somos así- y plantea relaciones contingentes porque se verifican en una zona determinada y en un tiempo concreto… que cambia.
Por otro lado, en estos discursos más abiertos, se tiene cierta conciencia de que nuestras comunidades están en tránsito, por lo que la integración pasa a ser algo “mutuo” (de todos los grupos coexistentes en un territorio, incluidos los nacionales). En otras palabras, la “integración”, si aceptamos que este sistema está en cambio y evolución a una forma de comunidad diferente, sería un llamado que debieran responder tanto las personas extranjeras, como también las nacionales.