Por Toni Rubio Nicás
Educador social
Barcelona, noviembre 2012
Foto: Creative Commons
En mayo del 2010 el Parlamento de Cataluña aprobó la Ley de los Derechos y Oportunidades de la Infancia y la Adolescencia (Ley 14/2010, del 27 de mayo). Entre las novedades de esta ley y después de una prueba piloto en Cataluña, se encuentra la figura de las familias acogedoras profesionalizadas, que dicha ley denomina “Unidades de Convivencia de Acción Educativa (UCAE)”. Esta fórmula está orientada a los niños y adolescentes tutelados que necesitan una atención especializada, por diversas razones:
– Niños y niñas con necesidades educativas especiales, enfermedades crónicas y/o trastornos de conducta.
– Adolescentes: por su dificultad para encontrar una familia de acogida.
– Grupos de hermanos: para evitar la separación y la ruptura del vínculo entre ellos.
En el momento en que se aprobó la ley la Secretaria de Infancia y Adolescencia de la Generalitat de Catalunya, Imma Pérez, explicó las UCAE señalando: «Lo que perseguimos es que esta modalidad de acogida sea una herramienta de trabajo que posibilite mejorar nuestra tarea, que nos permita dar una atención de mayor calidad a nuestros niños y adolescentes, y que nos ayude a dar cumplimiento al derecho que todo niño tiene de vivir y crecer en una familia».
La experiencia en aquel momento la iniciamos tres familias y hoy, dos años después, creo que somos los mismos.
Nuestra experiencia comenzó en julio de 2010… Cuando decidimos comunicar y dar a conocer nuestra experiencia como UCAE, éramos conscientes del reto que suponía abrir nuestra vida cotidiana a todos.
Como educadores, estamos acostumbrados a dar informes, planes de trabajo, elaborar, recoger y transmitir actuaciones, verbalizaciones y otras situaciones que nos ayuden a mejorar cada día nuestro trabajo. Pero ¿cómo explicar un sentimiento de vivencia, un cambio, una oportunidad…? ¿Cómo dar un paso más, dentro de nuestra profesión? ¿Cómo profundizar unos metros más en el interior de un pozo profundo, oscuro y silencioso? ¿Cómo llegar al interruptor que encienda la luz de ese niño/a?
Con nuestra vida cotidiana buscamos algo más que palabras, teorías o grandes exposiciones, que aunque faciliten nuestro trabajo teórico, no siempre tienen relación con la realidad. Nos gustaría provocar un cambio, un movimiento, una articulación dentro de todo el proceso que se genera a partir de la tutela por parte de la Administración y que degenera en puro trámite, con desconocimiento de la realidad del niño/a por parte de la mayoría de los profesionales que acompañan este proceso, pero que no tienen contacto directo con él.
Y es que no siempre la teoría y los informes lo explican todo o dan las respuestas que se necesitan. Trabajamos con niños y cada uno de ellos es distinto. Y cada día de cada uno de ellos se conforma de un modo distinto. Las combinaciones son infinitas y nuestro saber, limitado.
Cada niño es un empezar de nuevo, una hoja en blanco que iremos llenando, un interrogante permanente y nosotros, como educadores, debemos ser capaces de estar abiertos, receptivos, con capacidad de adaptación y con un espíritu crítico que nos mantenga constantemente en la realidad de cada momento.
El proceso que se genera a partir del desamparo de un niño/a por parte de la Administración es largo. En la mayoría de los casos, sobrepasa incluso los límites temporales y legales previstos. Papeles, reuniones, comparecencias, visitas, valoraciones profesionales… Tiempo, mucho tiempo. Y todos sabemos que nuestro tiempo, no es el de ellos. Nuestro tiempo profesional tiene horario, el de ellos no. El suyo es un tiempo muerto, incontrolado, impredecible. Es un agujero negro, un espacio vacío lleno de la vida de cada día, con las imágenes del pasado, con la inseguridad que genera el desconocimiento y la falta de referentes claros. Es un tiempo que no se acaba nunca cuando ellos quieren, o se acaba siempre que ellos no quieren.
Como profesionales creemos necesaria una atención de la infancia y adolescencia con necesidades educativas especiales, trastornos de conducta, enfermedades o atención de grupos de hermanos, desde una atención especializada y a la vez cercana y familiar.
El tiempo de dedicación exclusiva, la capacidad de atender tres o cuatro niños/as. La experiencia educativa para dar respuesta a las distintas situaciones, entre ellas las conflictivas. Tener claro que el límite forma parte de su educación. Entender y facilitar las visitas biológicas, llamadas y otras… Pero, sobretodo, ver al niño/a como una oportunidad, como un valor social y personal, como una persona que aporta y enriquece todo el entorno, es lo que diferencia la familia profesional.
Y es en todo este proceso dentro de nuestra familia, que van consolidando sus estructuras progresivamente. Deben aprender a desaprender todo lo que han vivido. Deben volver a aprender sin olvidar, pero transformando todos los sentimientos en energía resiliente y generar de nuevo toda la autoestima que les han quitado, robado y/o anulado en todo este proceso familiar (familia biológica) y/o institucional.
Dejan de ser fantasmas para la sociedad. Existen, se ven, están presentes, son importantes, son queridos, son tenidos en cuenta… El miedo se diluye. La inseguridad se ha transformado en confianza y la confianza en autoestima. Hablan y se explican, y sobretodo y por encima de todo, son ellos, con su pasado, con un presente y con la idea que en este proceso hayamos sido capaces de poner en sus manos las herramientas suficientes para que puedan dibujar el futuro que deseen.