Por Javier Bustamante Enríquez
Poeta
Barcelona, julio 2013
Foto: Marta Miquel
Hace días, hablando sobre el descubrimiento de lo que ahora llamamos América, surgió el planteamiento de que para que algo sea “des-cubierto” es porque antes ha estado cubierto. Con la palabra desvelar sucede lo mismo: un hecho antes ha sido velado para que después pueda ser “des-velado”.
Independientemente de si lo que sucedió con América fue un descubrimiento, un encuentro de culturas, etc., el hecho de descubrir nos plantea una postura existencial. La realidad existe, en sus diversos planos, más allá de que esté “descubierta” o no. La cuestión está en creer que nosotros la vamos descubriendo, como si la fuéramos conquistando mediante nuestro esfuerzo intelectual o físico. Esta sería una postura egoísta. En contacto con la realidad somos nosotros los que nos vamos descubriendo, quitando velos, encontrándonos de una forma nueva ante aquello que nos interpela o que antes pensábamos que era de una manera y ahora reconocemos que es de otra. O simplemente desconocíamos que existía.
Los descubiertos somos nosotros. Como aquella persona que se quita el sombrero, que se descubre la cabeza, en actitud de respeto. Descubrir algo o alguien tendría que ser un acto de humildad, de sorpresa. Generalmente un descubrimiento es el comienzo de una nueva relación, se trate de un pueblo, un elemento químico, una galaxia o un rasgo de nuestra propia persona del cual no éramos conscientes.
Descubrir, pues, es descubrirse. No solamente obtener datos nuevos de la realidad, sino exponerse, quedar al descubierto. Comenzar a formar parte de aquello ante lo cual se produce el descubrimiento. El hecho de desvelar nos remite al abrir los ojos, descorrer una tela que nos impedía ver la realidad como es. Desvelar también nos remite a estar en vigilia, despiertos, atentos a lo que sucede. Aquí se debiera despertar una postura ética ante el descubrimiento: ya no estoy yo solo, aislado, sino que al descubrirme me contemplo parte de una realidad cada vez más grande y compleja. Por lo tanto, aquello que haga en favor o en contra de dicha realidad, revierte también en mí.
Cuando Cristóbal Colón hizo su segunda incursión hacia lo que creía Las Indias, viajó con él, Ramón Pané, un fraile jerónimo proveniente del monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, cercano a Barcelona. Ramón Pané convivió con las comunidades taínas de lo que hoy conocemos como República Dominicana y Haití. Él se encargó de hacer un relato sobre las costumbres, la cosmovisión, la religión de aquel pueblo. Gracias a ello conocemos de los taínos más que los vestigios arqueológicos que restan de su cultura. Ramón Pané no quiso imponer a los taínos una cultura y una religión. A su llegada se interesó primero por aprender su lengua, convivir con las personas, conocer su manera de concebir el mundo. Pasados unos años comenzó a mostrarles la lengua y la religión de las cuales él provenía. Probablemente el fraile, más que descubridor, se sintió descubierto ante aquella realidad desbordante para sus sentidos. Se percibió diferente hablando una lengua nueva, comiendo cosas insólitas, enfrentándose a los elementos naturales desde otra perspectiva.
Los límites. Gracias a los límites existimos: si no nos limitara la piel, se desbordarían los órganos internos; si no conociéramos un número limitado de palabras, estas no podrían interactuar entre sí para sostener las ideas y los sentimientos; si no naciéramos, no moriríamos… Los límites nos dan posibilidad de ser, pero no son rígidos, sino permeables. Descubrir la realidad es descubrirnos integrados en ella: ya no como los que dan sentido a lo que existe, sino como los que encuentran el sentido de lo que existe. Esto implica irse adentrando en los terrenos de la humildad.