Por Natàlia Plá Vidal
Doctora en filosofía
Salamanca, abril 2013
Foto: http://cort.as/7UKs
Con voz primero algo tímida y ganando determinación y contundencia a medida que aumentaba el alcance de las afirmaciones, me encontré rebatiendo que la política fuera demagogia para acabar defendiendo que, de hecho, constituía una mala praxis que se daba en la política (y en otros ámbitos) pero que no merecía ser considerada bajo el paraguas de dignidad que la política debería conllevar.
Me reforzaba en esa actitud de firmeza algo que había leído atribuido a Martin Luther King Jr. y que me pareció lleno de verdad: «Nuestras vidas empiezan a acabarse el día en que guardamos silencio sobre las cosas que realmente importan». Y ese silencio considero que incluye la vaguedad acerca de ciertos asuntos, como si fuera indiferente considerarlos de un modo u otro, cuando, en realidad, no dotar a las cosas de la importancia que tienen –sin sobrevalorarlas ni minusvalorarlas– es un modo de que pierdan significación.
Pasar a considerar la demagogia como la forma habitual de la política, en lugar de considerarla como lo que el diccionario recoge, una “degeneración de la democracia”, forma parte del proceso de descrédito que la política sufre ante el ciudadano, con todos los riesgos que eso conlleva. De ahí que uno de los modos de actuación como respuesta al desazonador cuadro que nuestras democracias presentan pasa por saber decir qué es cada cosa y por osar negar lo que la práctica habitual parece apuntar. Y eso, aun a riesgo de ser considerada una ingenua o lo que es peor, una ilusa.
Algunas declaraciones y comportamientos de personas vinculadas al mundo de la política son percibidas por la ciudadanía media –y con toda razón– como una verdadera indecencia. La tentación entonces es calificar a la política de modo acorde, y la injusticia, meter a todos los políticos en el mismo saco, aún a sabiendas de que toda generalización hace pagar a justos por pecadores. Pero con eso estamos quebrando algo fundamental para la estabilidad de nuestras sociedades: el mínimo de confianza imprescindible para que el engranaje de la vida compartida ruede con aceptable fluidez. La mentira, el halago interesado y la manipulación son atentados contra la verdad que fundamenta la confianza.
No se puede convivir –ni en la casa privada ni en la pública– si no es sobre ese fundamento de la confianza, sabiendo que el sentido común y el realismo reconocen la necesidad de vigilar a quienes puedan hacer un mal uso o abuso de ella. Haríamos bien implementando auditorías no sólo –que también– en el aspecto económico, sino también en lo ético y programático de la política, lo que implicaría aplicar una “tolerancia cero” con ciertos comportamientos. Claro que para que sea efectivo, debería de contar con el consenso de todos los implicados, para que no quede interferida por clientelismos de ningún tipo. Y quien no quiera aceptar esas reglas del juego debería ser penalizado, además de por la justicia si procede, por la ciudadanía a través de los medios a su alcance.
Sin ninguna duda, es difícil que esto llegue a ser si nuestra ciudadanía y la sociedad que juntos conformamos no desarrollan la civilidad necesaria para ello. La civilidad implica el reconocimiento de aquellos con quienes interrelacionamos socialmente: un reconocimiento en términos de valor –apunta R. Dahrendorf–, y de aptitud para lo político, para la participación activa en el espacio público –añade F. Múgica. Lo público es la arena para los ciudadanos, no sólo para los políticos profesionales. Por eso hay una sociedad civil de fuerte componente político, en el más primigenio sentido de la palabra, que elude la identificación con lo partidista y lo devuelve al ámbito de la convivencia social y la gestión de lo común.
Ser ciudadano –como ser padre– no es algo que sólo se produzca con espontaneidad: requiere educación. Para detectar los silencios que están comenzando a matar nuestra vida democrática es precisa una ciudadanía educada.
Exigir de la política lo que debe de ser y denunciar y repudiar cuando deriva en otra cosa, es tarea de políticos profesionales y de ciudadanos corresponsables. Si callamos sobre eso, algo de nuestra vida empieza a terminar.