Por Ramón Santacana
Prof. de ciencias económicas
y empresariales
Taiwan, junio 2014
Foto: Pixabay
Actualmente ya nadie duda de que en el espacio de una generación las “nuevas” tecnologías se hayan adentrado en el mundo de la educación. Las tecnologías de la información y de las comunicaciones han invadido las aulas de tal modo que hoy en día en muchos países es prácticamente imposible encontrar una simple aula de clase que no tenga conexión a Internet. Si por alguna razón esa conexión falla, las clases se paran, se interrumpe la lección y empieza un periodo de subclase con tintes irreales, con la pantalla en blanco, sin contenidos y con un sudor frío que invade al profesor mientras lucha por el control de la situación. La Wikipedia, YouTube, films, cámaras, los dispositivos de pulsar para hablar (PTT), el googleo, Facebook y tantos otros son ya compañeros de clase inseparables. El mundo virtual se convierte en el mundo real, y el llamado mundo real se convierte en un submundo con tintes de irrealidad.
La cuestión clave es en qué sentido esta invasión tecnológica afecta a la enseñanza; cómo está cambiando la forma de enseñar y aprender, las relaciones maestro-alumno y la actitud de los estudiantes frente a la tarea de entender el mundo y las perspectivas de poderse manejar en él como miembros activos de la sociedad.
Ciertamente en la era Google-Wikipedia el profesor parece “perder puntos” a marchas forzadas. Ya no se percibe al enseñante como el poseedor del conocimiento, del cofre de la sabiduría, la personificación del saber al que hay que reverenciar. El conocimiento está en la red, expuesto, como en un supermercado en el que pasamos con un carrito y nos llevamos lo que nos conviene. Sólo con teclear algunas sílabas en un buscador, en cualquier lugar y a cualquier hora, todo el saber del mundo está a nuestros pies.
La enseñanza ya no está centrada en memorizar. Antiguamente, la memoria era la clave del éxito. Los conocimientos estaban para ser almacenados y recordados cuando se necesitaban. Dado que por su ubicación eran de difícil acceso, se procuraba incorporar el máximo de saberes, de manera que estuvieran al alcance de nuestra memoria en el momento preciso. Esto daba una ventaja inmediata al que sabía las cosas de memoria sobre el que no poseía los conocimientos mentalmente integrados. Y esa ventaja a menudo era decisiva para lograr el éxito en muchos asuntos.
Ahora, al tener la memoria menos importancia, otros aspectos se convierten en los relevantes: la capacidad de asimilación, de comprensión, el saber relacionar elementos dispersos, la capacidad de integrar conocimientos provenientes de varias disciplinas, y la capacidad de relacionar la información codificada con su aplicación en la vida.
De cualquier tema tenemos acceso a cientos de miles de artículos y opiniones. Ante esa avalancha de información disponible y que procede de fuentes muy dispares, algunas son fiables y otras, no tanto. Es por ello que la capacidad de juicio crítico se convierte en vital. El pensamiento crítico para juzgar la veracidad de cada información se convierte en un aspecto esencial de la nueva manera de enseñar emergente. El enseñante deberá poner el acento en las fuentes y su fiabilidad. La capacidad de juzgar y la de relacionar se perfilan como los grandes objetivos del enseñante. Ahí es precisamente donde el maestro “gana puntos”.
¿Pero cómo lograr esos objetivos en un entorno de saturación de informaciones en el que el educando ya no quiere admitir más inputs? El maestro, el de las clases magistrales que se limitaba a transmitir conocimientos, en este contexto de “no escucha”, ha muerto. Bien lo sabrán ya muchos padres de hijos adolescentes y preadolescentes: la autoridad es contestada por principio. Y ante ello sólo queda la negociación.
El maestro debe dar paso al educador, es decir el que “e-duca”, el que va llevando y dirigiendo desde fuera un proceso que se genera desde dentro. Hay que conocer al alumno, reconocer su personalidad, sus intereses, mostrarle apoyo, hacerle ver que estamos de su parte, y que vea que somos útiles a sus legítimos intereses de comprender su entorno, de entender el mundo. El maestro debe hacer ver que el mundo lo entendemos mejor en grupo que en solitario. La clase se convierte en un espacio de interacción, todos aportan algo, especialmente aportan lo que llevan dentro, lo que no se puede encontrar en los medios. Y todos aprendemos de todos. La única diferencia en esta dinámica es que el profesor modera, facilita la interacción. Pero no desde fuera, sino que desde dentro también aporta y lo que es más importante, también aprende.
Siguiendo con esta dinámica, todos preparan por sí mismos los temas de clase (algunas veces mejor y otras no tanto, no hay que ser utópicos) pero nunca se sabe lo que va a pasar en el aula. El tiempo de clase se convierte en un “tiempo real”, un tiempo en que está ocurriendo algo, tiempo vivo. Esa clase es insustituible, no equivale a horas de leer unos materiales o hacer un trabajo (copiado y pegado la mayoría de las veces). Esa clase es inolvidable, porque nace de la vivencia y de la experiencia de lo que llevo/llevamos dentro. Lo que nace desde ahí no se estudia sino que se descubre. Y eso no se olvida.
Podríamos decir más cosas, cosas que han quedado en el tintero… pero no se trata de extenderse demasiado. Quizás lo importante ya está dicho. Este es el presente. El futuro nos depara más avances tecnológicos, y con ellos se avecinarán otros cambios. Volveremos sobre el tema para vislumbrar el futuro de la enseñanza.