Por Javier Bustamante Enríquez
Poeta
Barcelona, septiembre 2014
Foto: http://frasses.com
Desde que el ser humano descifró que en la naturaleza existían ritmos, sucesiones, cadencias de los acontecimientos, comenzó a cifrar todos esos datos que percibía en lenguajes propios. De esta manera, inventó un calendario, dividió las horas del día y de la noche, aprendió el ciclo de las plantas, esperó las lluvias y las crecidas de los ríos, aprovechó las migraciones, etc. De manera muy natural fue matematizando su vida. El origen de la palabra matemáticas viene del griego y se traduciría como ‘aprender’. Visto de esta manera, las matemáticas son más que números y símbolos; es la sistematización del aprendizaje.
Las mujeres y los hombres, para facilitarse la existencia fueron creando instrumentos de trabajo, de cocina, para el transporte… Salieron de los refugios naturales para construirse casas, espacios sociales, templos, caminos. En todo este proceso hominizador la observación, el cálculo, la experimentación fueron organizando el saber y creando normas, leyes, teoremas, que se convirtieron en el acervo de las matemáticas.
Las matemáticas es una asignatura que en la escuela, dependiendo de la disposición personal y del profesor o profesora, o te gusta mucho o te disgusta. Es un lenguaje y, como tal, tiene sus normas que hay que aprender para saber “hablarlo”. Es una codificación de la realidad: a través de fórmulas se pueden calcular cosas invisibles, distantes, quizás improbables, pero que se infiere que existen. Muchas artes también se valen de las matemáticas para crear, para ordenar el tiempo y el espacio donde se encajan los sonidos, colores, formas, volúmenes, sílabas, pesos…
Pero vayamos a lo que aparentemente es más sencillo, a lo primero que nos enseñan en la escuela, las operaciones básicas: sumar, restar, multiplicar y dividir. Es curioso, pero estas operaciones también se corresponden con actitudes muy humanas.
Lo primero que nos enseñan es a sumar, que no significa sólo acumular manzanas o dinero. Sumar, en esencia, ‘es llevar una cosa a su apogeo, a lo sumo, a su cumbre’. Pero, como también sumar ‘es compendiar las partes de un todo’, para efectos de cálculos nos hemos quedado con la parte funcional del término.
Restar es otra de las operaciones que aprendemos pronto. En la escuela nos la enseñan como resta o sustracción y nos ayuda a ver cuando algo ha disminuido, cuando se le ha quitado algo a ese todo y nos quedamos con el resto. En origen, restar también quería decir ‘detenerse, quedarse suspendido ante una situación’.
Para comprender mejor qué es multiplicar hace falta dividir esta palabra de origen latino. Multi quiere decir ‘mucho’, y plicar fue derivando hasta ‘plegar o doblar’. De esta manera multiplicar es ‘doblar o repetir varias veces una cosa’.
Por último, nos enseñan lo que es la división que, además de ‘partir un todo en diversas porciones’, como lo del pastel, tiene más sentidos. La división trae consigo efectos como ‘apartar’, ‘dosificar’, ‘distribuir’, ‘disgregar’…
Como dijimos antes, estas operaciones que en apariencia son sencillas, en realidad corresponden también a acciones muy humanas y de gran abstracción. Podemos quedarnos en una matemática funcionalista, en la cual las cosas sirven para algo y ya está, son valiosas en cuanto les damos un uso a nuestra conveniencia. O podemos escuchar qué nos está queriendo decir cada palabra en el sentido matemático de ‘aprendizaje’, de descifrar la realidad para volverla a cifrar desde mi experiencia. Cada operación se vuelve valiosa en sí misma y no tanto por el beneficio individual que me aporte.
Así, sumar dejará de ser un signo de “más” para proponernos potenciar, llevar a su más hondo sentido una vivencia o la capacidad de una persona. Restar implicará detenernos para contemplar y quedarnos con lo realmente esencial, dejará de ser un signo negativo. Multiplicar nos mostrará los muchos pliegues y matices que puede tener la realidad, no sólo en el plano cuantitativo, sino también en el cualitativo. Y dividir, más allá de fragmentar o disgregar un todo, nos ayudará a comprender que, aunque descompongamos la realidad en partes, ésta en el fondo sigue siendo una unidad.
Las operaciones aparentemente más sencillas pueden abrirnos a comprender el universo de manera más humana si somos conscientes de lo que estamos haciendo. Y aún podemos dar un paso más si tratamos de aprender sin aprehensión, es decir, sin querer poseer lo que aprendemos, dejando que la realidad se nos ofrezca libre de nuestros propios prejuicios.