Por Anna-Bel Carbonell Rios
Educadora
Barcelona, Enero 2015
Foto: Mugido
El año 2010, en plena crisis, los expertos valoraron que al hablar de pobreza ya no se podía hacer sólo desde la óptica económica y monetaria y que por lo tanto, era necesario generar un nuevo indicador. Así, nació el índice AROPE (at risk of poverty or social exclusion) para calcular el tanto por ciento de la población que se encuentra en riesgo de pobreza y/o exclusión social.
El índice AROPE considera que una persona es pobre si sus ingresos hacen que viva bajo el umbral de la pobreza. Esto supone tener una renta inferior al 60% de la renta nacional; sufrir privación material severa, es decir, no tener capacidad para afrontar gastos imprevistos, para comer carne o pescado con regularidad, para poder permitirse unos días de vacaciones una vez al año, disponer de calefacción en el hogar o por el contrario ir acumulando impagos en los gastos de la vivienda habitual…; es decir, para finalmente, vivir en un hogar de baja intensidad laboral en la que los miembros en edad laboral trabajan por debajo de la media laboral anual.
En España viven unos doce millones de personas en riesgo de pobreza o exclusión. En Cataluña, en el actual contexto social y económico, el panorama es devastador, con un 19,9% de hogares que se encuentran en situación de riesgo de pobreza y además, con un índice de pobreza infantil que supera el 25%: unos 350.000 niños y niñas viven en familias que se encuentran por debajo del umbral de la pobreza. Es decir, uno de cada cuatro niños es pobre.
La infancia es la primera afectada en los momentos de crisis como los que estamosviviendo; de repente la situamos en la cola de todo, sin darnos cuenta que, tal como dice el reconocido psicólogo Jaume Funes –en uno de sus artículos publicados recientemente–, «sufre más que nadie los empobrecimientos y las desigualdades». ¡Qué contrasentido! La Convención de los Derechos de los Niños, que ha celebrado su veinticinco aniversario, continúa corroborando, a estas alturas, aquel dicho de «el papel lo aguanta todo», o el de que «las palabras se las lleva el viento». Hemos avanzado, sí, pero de manera insuficiente; hacen falta más esfuerzos y un serio compromiso.
No invertir en los niños es condenar la sociedad del futuro a sufrir graves carencias educativas, sanitarias, culturales, emocionales, laborales… Para ayudar a los niños y niñas a ser, precisamente, lo que son: «niños y niñas», tenemos que empezar por fortalecer la familia. No podemos obviar que cuando nervios, incertidumbres y desesperaciones invaden el espacio vital en el cual la estimación, el diálogo y el hecho de crecer juntos, debería marcar la rutina diaria, el equilibrio familiar se vuelve de un frágil cristal fácilmente rompible e irreparable.
Los profesionales debemos procurar no contribuir –con posibles soluciones– a alejar todavía más con actividades y servicios, al niño de su familia. La fragilidad de una situación de empobrecimiento ya debilita bastante los lazos y vínculos de unión entre los diferentes miembros de cualquier unidad de convivencia, para que disgreguemos
todavía más el núcleo familiar.
Si llegado el momento resolvemos la cuestión económica, pero no trabajamos para fortalecer de nuevo las relaciones familiares, para reconstruir esos hogares rasgados por tanto sufrimiento, para dar a los niños como vitaminas, buenas dosis de tiempo y dedicación, de besos y abrazos, con grandes bocanadas de amor y felicidad, quizás habremos reducido las desigualdades, pero perdurará irremediablemente durante todavía mucho tiempo, la herida por la falta de estimación. Jugar, aprender, correr, reír y sentirse seguro y arropado por los adultos cercanos, que –a pesar de carencias y pobrezas, a pesar de los límites y despropósitos– velan por su presente real y lleno de oportunidades existan o no ahora, así como por su imaginado fututo.
La pobreza deja una huella física y psíquica, pero las habilidades de los adultos, su capacidad de reacción pueden reducir los daños colaterales de una realidad en la cual las nuevas generaciones no tienen más protagonismo que el indirecto. Quizás está todo dicho, pero no todo está hecho. Hemos dado un lugar socialmente económico a los niños y niñas como objeto de gasto y de consumo, pero no les estamos ofreciendo verdaderos espacios de crecimiento, de aprendizaje, de juego, de estimación…, para que se sepan reconocidos como individuos de pleno derecho.
Tiempo, besos y abrazos, sonrisas y risas, ternura… El regalo más grande que les podemos hacer y un derecho ¡ineludible!