Por Leticia Soberón Mainero
Psicóloga y Doctora en Ciencias Sociales
Madrid, abril 2015
Foto: Creative Commons
En nuestra vida diaria y con las personas cercanas, ¿qué nos es más fácil: ignorarnos, competir o colaborar? Si competimos, ¿lo hacemos sólo porque vivimos en una cultura que incentiva fuertemente la competitividad o es algo connatural a nosotros, al igual que muchos animales superiores?
Quizá habremos dedicado conversaciones a debatir si el ser humano es irremediable y básicamente egoísta, como de algún modo afirma Richard Dawkins (El Gen egoísta), o si colaborar es algo natural entre los humanos, siguiendo a Yochai Benkler en El pingüino y el Leviatán (2011).
Probablemente las dos cosas sean ciertas: tenemos tendencias importantes a dar preferencia a nosotros mismos y protegernos como individuos, pero también las tenemos a estrechar lazos con nuestros semejantes, al menos los que pertenecen a nuestra «tribu» o círculo inmediato.
Benkler, catedrático de Derecho Empresarial en la Facultad de Derecho de la Universidad de Harvard, hace en la citada obra un repaso por las investigaciones sobre colaboración vista desde la economía, la sociología, la neurociencia y la biología. Y fruto de todo ese recorrido, termina afirmando que la evolución se explica mejor a través de la colaboración que a través de la competitividad.
En el caso de los seres humanos, la colaboración se basa en el éxito del ciclo comunicativo «hablar, escuchar, entenderse.» Una obviedad, pero muy poco frecuente: o porque hablamos mucho y escuchamos poco, o porque a pesar de escuchar no nos entendemos. No sorprende, pues, que la cultura comunicativa de hoy esté alumbrando una fase de aceleración colaborativa en numerosos ambientes.
Me gustaría citar aquí un par de artículos de Amalio Rey (www.amaliorey), estudioso de la inteligencia colectiva, en los que señala algunas condiciones para que la colaboración se dé entre las personas, sobre todo en los ambientes de empresas y organizaciones.
La primera es que haya sinergias: o sea, que el resultado del trabajo de todos, sea mayor que el de cada uno por separado.
La segunda: que haya diversidad en estilos, culturas, capacidades y experiencia, a la vez que una importante convergencia en valores –compartiendo un propósito y unas metas significativas– y al menos algún grado de simpatía mutua. Esto significa que no toda diversidad es positiva para la colaboración. Hay un momento que la diversidad realmente se vuelve un obstáculo y hay que reconocer ese hecho al configurar un equipo de trabajo.
La tercera: que haya reciprocidad en la relación y las ganancias. Es importante que ambas partes sientan que ganan con la colaboración. Aunque la medida sea distinta, al menos que ambos vean colmadas sus expectativas. De otro modo, la colaboración se rompe fácilmente.
Y finalmente, dos claves esenciales: paciencia y confianza. Sin ellas no lograremos la colaboración.
La química de la colaboración es mucho más que unos instrumentos o unas plataformas digitales, aunque éstas, qué duda cabe, pueden ayudar mucho.