Por Sofía Gallego
Psicóloga y pedagoga
Barcelona, octubre 2015
Foto: sóc d’infantil
Yendo por la calle, en el metro o estando sentada en una terraza tomando un refresco no me es difícil ver como algunos padres llevan en un cochecito niños que aparentemente tienen tres o cuatro años y ningún impedimento para caminar. La misma escena puede verse en la puerta de algunas escuelas. Los adultos responsables de los niños que van a la escuela, van a recogerlos con el cochecito vacío, para después recoger el niño y sentarlo; en este caso a menudo los padres o responsables tienen cuidado de dejar el cochecito en la puerta, porque algunas escuelas, en su tarea de promocionar la autonomía personal de los niños, vetan la entrada dentro del recinto escolar de este utensilio.
Esto hace reflexionar sobre las posibles consecuencias que esta manera de actuar puede comportar para los niños y para las familias. Un niño de tres o cuatro años es básicamente movimiento. Moviéndose explora el ambiente, recoge información, tiene experiencias agradables y también otras que no lo son tanto, pero ambas igualmente importantes para ir conformando su conocimiento y su personalidad, en definitiva, su futuro.
La vida familiar, ciertamente, ha sufrido muchos cambios en los últimos tiempos, tantos que prácticamente se hace inviable una comparación entre lo que pasaba en los hogares en la última mitad del siglo XX lo que pasa en la actualidad. La incorporación de la mujer en la vida laboral, sin duda ha hecho que el tiempo que dedicaba al cuidado de la familia lo haya tenido que conciliar con la vida profesional y, evidentemente, muchas de las tareas domésticas y de cuidado que antes hacía de una manera tranquila y gratificante, ahora, apresurada por la falta de tiempo, tenga que hacerlas rápidamente, y lo que podría ser placentero se convierte en pesado. En las clases acomodadas algunas de estas funciones eran y son llevadas a término por personas a sueldo, generalmente bajo, que hacen lo que buenamente pueden; se pueden considerar cuidadoras, no educadoras y, por tanto, su actuación la hemos de situar en el ámbito del cuidado, no de la educación.
Con esta reflexión intento buscar una justificación a la situación descrita al principio: instalar el niño en una etapa evolutiva anterior a su edad cronológica. Este mantenimiento forzado puede tener consecuencias negativas per se, pero, además, a menudo se exige a este mismo niño las conductas propias de su edad cronológica, con lo cual se crea una disonancia que no favorece mucho su desarrollo harmónico.
La función de los padres es difícil, a veces pesada y, dejando de lado los afectos, es necesario revalidar la oportunidad del trabajo hecho a años vista. La educación de un niño exige al adulto una alta dosis de perseverancia, esfuerzo e incluso sacrificio, y, muy a menudo, ante una situación conflictiva se opta por aquella solución con más frutos inmediatos que no futuros.
Toda esa reflexión la hacía intentando ponerme en el lugar de los padres y madres de hoy día, que, agobiados per la necesidad de dar respuesta a muchas exigencias, optan, sin mucha reflexión, por aquellas soluciones rápidas y cómodas a corto plazo. También es necesario decir que a veces el niño no facilita la tarea a los padres, queriendo perpetuar situaciones que le resultan gratificantes, como debe ser ir cómodamente sentado en el cochecito, como un reyezuelo sentado en su trono, desde el cual dicta su ley.
¡Qué difícil es ser padres hoy día!