Por: Josep M. Forcada Casanovas
Barcelona, abril 2017
Foto: Opinión.com
El populismo no es un fenómeno nuevo pero, tal vez en el siglo que hemos dejado atrás y el actual, se ha desarrollado con mayor claridad. Se habla mucho de ello. La definición de esta realidad es compleja. Podemos decir que es la expresión popular de un malestar social o político a partir de ingredientes demagógicos. Sus líderes son capaces de persuadir con grandes recursos psicológicos y hábilmente saben buscar aquellos temas que los ciudadanos sienten como una injusticia u otros temas que les gustaría que fueran tratados.
No es sólo una queja pública, bien orquestada, la que convoca a la ciudadanía a una respuesta. Acostumbra ser la voz de los que no tienen voz y que se aglutina para forzar cambios. Puede ser una realidad valorable de manera positiva si se considera como un motor de cambio de status. Se ha de valorar cómo funcionan los populistas, es decir, el método que siguen, hacía donde van –a parte de la mejora social– y donde quieren llegar.
Los grandes movimientos populistas están avalados por un proyecto político que evoluciona a medida que consiguen el poder. De hecho la mayoría de los cambios sociales y de las estructuras políticas han contado con este recurso popular.
La palabra popular al añadirle ismo, exagera la visión de la realidad. Quizá no se puede juzgar el sufijo ismo como si siempre fuera negativo. También puede ser legítimo mientras se respeten las reglas de juego sin pasarse éticamente sobre aquello que uno se queja. A veces, el enfermo para que le atiendan mejor y más rápido exagera su dolor, quizá fruto de ello se le pueda facilitar la sanación. Lo mismo se puede deducir al tratarse del fenómeno populista.
La estrategia, para crear simpatizantes y acaso seguidores, es ver a los que no coinciden con ellos como enemigos a vencer. Se suele hacer desde un mesianismo que anima a tomar posiciones junto al populista perfecto que se siente como iluminado por ser el mejor y tener la clave de las soluciones políticas y sociales.
Los populistas saben manejar los resentimientos y saben llamar a que la gente se apunte a su proyecto con recursos habitualmente demagógicos, en contra de los demás y hacen que crean que ellos son los buenos y los demás son los malos, por lo tanto «leña a los malos».
Culpabilizar desde fuera, bajo excusas incluso a veces razonables, suele obtener buenos resultados. Es la fuerza de un Goliat frente a un David. Los populistas no cuentan en que un día los perdedores pueden organizarse y dar un buen golpe a la frente de Goliat. Esta exageración popular puede hundirse en un instante cuando se descubren fallos, inexactitudes o falsedades en los líderes. Entonces esto obliga a empezar de nuevo porque los malos seguramente no son tan malos como los pintan y los buenos tampoco lo son tanto. A menudo, la caída de los movimientos populistas está sentenciada de entrada porque no acostumbran a contar con mayorías tan sonoras como se piensan. Muchos populismos tienen padrinos, ya sean de izquierdas o de derechas. La corriente de simpatía no siempre se mantiene. Llega un momento que la sonrisa cesa.
El populismo político queda evidenciado de manera clara en los procesos electorales que llevan a cabo muchos líderes. Su fuerza política se basa en la imagen de su líder, en como se expresa y en su capacidad de empatía por encima de las ideas y de los programas que representan sus partidos. Muchos de estos líderes populistas cuando llegan al poder modifican sus actitudes y se sitúan en una línea más convencional y democrática. Otros lamentablemente siguen sus métodos populistas, pero pronto pierden las reglas democráticas para llevar el agua a su molino inclinándose por formas dictatoriales. No es necesario citar nombres, ni países.
Es necesario que la voz popular sea atendida y que haya personas que tengan verdadera lucidez ante la injusticia social. Los personajes que levantan la voz con energía para encauzar democráticamente las realidades sociales éticamente nunca pueden anular los derechos y los deberes de los ciudadanos y, sobre todo, deben respetar su libertad y su bienestar. Las reglas de juego democrático deben ser claras, y los recursos y los fines deben ser limpios para que el ismo encaje en el bien social. Y que no se quede en un proceso de pura manipulación a favor de unas campañas basadas en la ambición de poder por encima del servicio a los demás.