Por: Javier Bustamante Enriquez
Poeta
Barcelona, mayo 2017
Foto: Freepik
El silencio tiene la misma entidad que el aire, el agua, el sol, la tierra… es indispensable para poder vivir. Y se encuentra en todas partes, todo el tiempo; aunque no lo notamos o aunque no lo queramos.
Soy yo quien tengo que despertarme al silencio, tomar conciencia de su presencia en mi vida. El silencio no es algo exterior a mí o un lugar al cual se tiene que llegar. Tampoco es algo exclusivamente interior donde puedo sumergirme. El silencio está presente en todo, lo habita todo.
Es difícil definirlo desde la razón, desde la palabra. Se le puede ir acercando, bordeando, pero siempre es aquel abismo al cual nos asomamos sin poder alcanzarlo.
La fuerza, la atracción del silencio radica precisamente en esta inefabilidad.
Está aquí, allí, en mí, fuera de mí y no puedo denominarlo ni abarcar, ni siquiera escucharlo del todo.
Pero está, es.
Y, en el silencio, yo soy y estoy.
La búsqueda del silencio, su práctica, su evocación, nos transforma, nos transfigura, nos lleva más allá de nosotros mismos.
El silencio es terapéutico. Nos ayuda a reconciliarnos con nosotros mismos. Si soy capaz de contemplar serenamente los diversos capítulos de mi historia, con sus conexiones y sus rupturas, con sus picos y sus valles, puedo ver que todo es un continuo. Que un momento siembra la semilla del siguiente y que en todo hay causalidad.
Si puedo empezar a aceptar los componentes de mi carácter, queridos o no queridos, también estoy en el camino de la unificación, de la armonización. Este camino pide mucho silencio y soledad.
Esto es re-poner, dejar que las aguas se calmen y que se depositen en el fondo las partículas pesadas, aquellas que necesitan ser pasado, que nos dan raíz en la vida porque siempre están, pero que no nos tienen que condicionar porque el agua puede fluir libremente por encima de ellas.
Dietrich Bonhoeffer decía: «En el corazón del silencio se encuentra un maravilloso poder de observación, de clarificación, de concentración sobre las cosas esenciales.»
Continuando con la imagen del agua podemos decir que para poder beber el agua, aprovecharla, nutrirnos de ella, necesitamos de un continente. Aunque sean las manos para hacer con ellas un cuenco que recoja el chorro de agua.
El silencio, de igual manera, necesita de un continente que nos permita vivenciarlo conscientemente.
Y el primero y principal continente soy yo mismo. Mi persona entera es el contenedor por excelencia del silencio. Mi cuerpo, mi intelecto, mi dimensión trascendental. Todo yo en unidad es la posibilidad y la capacidad para el silencio.
En estos límites que soy, que me dan la posibilidad de existir, es donde puedo percibir el silencio.
Por eso, cada uno lo percibe de manera personal, única y su experiencia es intransferible.
Mi arquitectura existencial es hábitat para el silencio. En la medida en que yo también lo habito desde la conciencia puedo saborear este silencio omnipresente. En este sentido, Enzo Bianchi escribió: «El cuerpo habitado por el silencio se convierte en revelación de la persona.» Nuestra persona se expande, se esponja, cobra dimensión gracias a la libertad que da el silencio.
Mi casa, pues, soy yo allá donde vaya. Este silencio que soy capaz de vivenciar, siempre viene conmigo.
Cuánto más vamos percibiendo el silencio en nosotros mismos, más podemos percibirlo en todo lo que nos rodea. Las personas con las cuales convivimos también emanan silencio, su silencio, su versión del silencio.
Cada uno lo encarnamos como podemos.
Y si seguimos con este «entrenamiento» de ser conscientes del silencio, nos será más fácil empatizar con las personas desde su silencio y el mío. Porque, en realidad, hablamos más de nosotros mismos y de cómo nos encontramos a partir de lo que no decimos, puesto que las palabras nos ayudan a protegernos, a escondernos, y al fin y al cabo nos atan.
Los silencios, en cambio, nos dejan espacios de libertad. Una libertad que muchas veces desconocemos.