Por: Jordi Cussó
Director de la Universitas Albertiana
Barcelona, febrero 2018
Foto: Creative Commons
La mayoría de las personas nos consideramos pacíficas y, por lo tanto, nos manifestamos contrarias a la violencia y la rechazamos en todas y cada una de sus manifestaciones, ya sean físicas, psicológicas, morales, etc. En nuestros corazones albergamos el deseo de adoptar posturas dialogantes ante las diferencias y problemas que surgen con quienes nos rodean. Asimismo, a pesar de esta buena disposición, no siempre conseguimos entendernos ni solucionar muchas de las pequeñas diferencias que tenemos con quienes nos rodean. Y uno se pregunta: ¿por qué la infructuosidad de nuestra esforzada actitud?
A menudo olvidamos que no sólo es necesario el deseo intelectual de dialogar, sino que también es importante la actitud mantenida ante el interlocutor. ¿Cuántas veces nuestra actitud es poco elegante y pacífica? ¿Cuántas veces, con nuestra forma de estar, estamos diciendo un NO a la totalidad de lo que el otro nos expone? Algunos autores dicen que, de entrada, quizá es mejor decir que SÍ a lo que el otro nos expone, porque es un menosprecio manifestar que aquello que el otro ha pensado, contrastado e incluso rectificado, yo lo puedo valorar en un instante y rebatirlo o rechazarlo. No es esta la actitud más adecuada para dialogar sobre temas importantes de la vida. En cambio, si le decimos SÍ, estamos aceptando su forma de pensar, su experiencia e incluso todo su misterio: es decir, todo aquello ignorado por mí. Acepto su vida, su postura, su punto de vista. Naturalmente que este «sí» no significa estar de acuerdo en el contenido de todo lo que el otro haya dicho, ni con sus posibles errores. Más bien sería un «ok», «mensaje recibido», «te he entendido». No es el último ni el final, sino un ítem en la conversación. De esta forma, me pongo a su lado –no delante suyo, porque incluso físicamente parece un enfrentamiento, una oposición–, le propongo algo, le aporto una semilla de mi pensar o de mis criterios ya consolidados y contrastados, para que los incorpore en su propio juicio, y podamos ir avanzando, así, con mutuo enriquecimiento, en nuestra forma de vivir y pensar. Pero si no he recibido su mensaje, nuestro diálogo es infructuoso, nos hemos rechazado de entrada, porque aunque decíamos que queríamos dialogar, nuestra actitud no ha hecho posible este encuentro.
Tenemos que aprender a pronunciar una palabra y escuchar su efecto en las personas. No siempre aquello que he pensado obtiene el resultado que yo esperaba. Después de hablar es necesario esperar y escuchar, darse cuenta del efecto que han producido mis palabras, y si es aparentemente bueno, será que he encontrado la orientación necesaria para seguir conversando. Cuando obtenga una respuesta contraria es el momento de la revisión, de plantear de nuevo las cosas y, si hace falta, cambiar las actitudes y los comportamientos. Sólo la persona orgullosa o prepotente cree poseer la verdad absoluta y no necesita esperar la respuesta del otro, porque considera que sólo hay una palabra que es la suya, y que esta tiene que ser escuchada y obedecida por todo el mundo. Es desde la humildad de saber dar y recibir que el diálogo fructifica y enriquece. En un diálogo nunca se pontifica, siempre se tiene que mostrar respeto por la libertad del otro porque el argumento principal no es la autoridad, sino la estima profunda que muestro hacia el otro.
Como dice la psicóloga María Martí
nez: «Es necesario un aprendizaje para dialogar, porque una conversación, en lugar de ganar lo que hemos de querer es hacernos cargo, tan aproximadamente como sea posible, de lo que dice el otro. Podemos discrepar, pero lo haremos bien, o sea, podemos expresar nuestra opinión, que no será como una piedra lanzada a la cabeza del otro; no pensaremos calla y escucha, sino: opino y te ofrezco. Dialogar no es una lucha a ver quién gana y quién pierde sino un espacio abierto donde se van depositando cosas y las vamos aprovechando en la medida que podemos.»
No tengo ninguna duda que en los momentos de conflictividad que vivimos en todo el mundo, necesitamos –como dice John Paul Lederach– diálogos de espacios improbables: «El cambio no surge de espacios de personas que piensan igual, el cambio sustantivo, durador, surge cuando conseguimos espacios no muy probables de personas que vienen de formas de entender y ver el mundo, con trasfondos y contextos muy diferentes, entre los cuales conseguir un diálogo ya es un milagro. Uno no construye un puente empezando en medio del río, uno siempre construye el puente saliendo de uno u otro lado. El diálogo no puede ser entre gente neutra, sino entre personas bien enraizadas, que tienen la vida y la mirada desde una perspectiva concreta, pero que tienen la capacidad de visualizar al otro, que entienden de forma vital que la otra mirada también es necesaria.»
Editorial publicada en la página web de la Universitas Albertiana