Por: Sofia Gallego
Psicóloga y pedagoga
Barcelona, octubre 2018
Foto: Creative Commons
La sociedad actual es muy cambiante. Sé que empezar con una afirmación de ese tipo no anima mucho a la lectura. Aun así, no puedo evitar comenzar con esta frase. Seguramente uno de los aspectos que más ha cambiado en nuestro contexto ha sido y es la consideración social de la vejez. Venimos de unos tiempos en que la vejez estaba valorada. La vida estaba escalonada de muchas dificultades especialmente en el ámbito de la salud, lo cual llevaba a la muerte en edades que hoy consideraríamos demasiado tempranas. Esto era especialmente doloroso en el caso de las mujeres que además de los avatares propios de la vida, corrían los peligros inherentes a los numerosos partos. Así pues, una persona que había superado esta lucha vital ya se podía ponderar como un sujeto digno de consideración. Si a eso le sumamos la cantidad de información, experiencia, vivencia y conocimiento que una persona había podido acumular a lo largo de la existencia, la hacía especialmente valiosa para el conjunto de la sociedad. De ahí, en parte, la alta consideración social de la vejez en la antigua sociedad.
Actualmente la esperanza de vida está situada en los ochenta años en los hombres y ochenta y cinco en las mujeres. El número de personas centenarias se duplica cada diez años situándose en 1875 en el año 2016. Por tanto, lo que en tiempos pretéritos era una excepción hoy día la longevidad es una normalidad, a pesar de los posibles achaques de la edad. Por otra parte, la tecnología nos brinda la oportunidad de almacenar una cantidad ingente de información y poder recuperarla de una manera fácil, con lo que se quita valor a la persona mayor como depositaria referencial. Además es sabido que la abundancia hace disminuir el valor. Aplicada esta frase a la vejez, se hace inútil cualquier comentario. Quizás sean estas circunstancias, entre otras, las que más han influido en la percepción social de la vejez. Resulta evidente que esta percepción social ha generado en la población, en especial al segmento más joven, unos comportamientos que pueden traslucir poca consideración hacía las personas de edad.
La velocidad de los diferentes cambios sociales hace difícil la reflexión y consecuentemente se desarrollan comportamientos poco considerados hacía las personas mayores. Como usuaria de los transportes públicos no me resulta extraño ver en un autobús, cómodamente sentados o ocupando lugares reservados a personas mayores o con dificultades de movilidad o mujeres embarazadas, a gente joven y sana, mientras que las personas perjudicadas están de pie sorteando como pueden las sacudidas del autobús, por no hablar de la invasión de bicicletas y patinetes en la aceras que dificultan el paso de personas con bastón o caminadores. He hablado solamente de los comportamientos visibles en la calle pero en la intimidad de los hogares y de las familias también se producen comportamientos lesivos para las personas mayores. La invisibilidad de lo que ocurre en la vida familiar hace que sea muy difícil poder combatir la situación de indefensión en que se encuentran.
A pesar de todo, hay que remarcar que en los años más duros de la recién crisis económica, muchas familias pudieron subsistir gracias a la pensión que los abuelos cobraban. Se había invertido el sentido: antiguamente eran los hijos los que mantenían a los padres en justo retorno de lo que los padres habían hecho por ellos, ahora eran los padres los que continuaban manteniendo a sus hijos y ayudándolos a salir adelante, a veces sin tener el retorno afectivo y efectivo merecido.
Estamos pues en un punto que exige una reflexión sobre la vejez y cuál es el papel social que se le reserva. La experiencia, el saber, el cambio de necesidades que plantea la vejez tiene, sin duda, un espacio social y familiar que va más allá de las sabidas actividades de ocio. Nuevas necesidades plantean nuevos retos.