Por: Ramón Santacana
Educador, profesor universitario y artista
Barcelona, octubre 2018
Foto: Pinterest
¿Está preparado nuestro cerebro para asumir los retos que el futuro nos depara? ¿Los continuos y crecientes cambios de la tecnología pondrán en riesgo el equilibrio psíquico y emocional necesarios para llevar a cabo una vida en serenidad y estabilidad? Hay razones para temer que no podrá digerir los retos que nos esperan. Veamos porqué.
Hace más de cincuenta años, en 1965, el ingeniero Gordon Moore trató de expresar en una simple regla la evolución de la capacidad de la informática en el tiempo. La regla es simple: cada dos años los ordenadores doblan su capacidad de tratamiento de la información. Una regla aparentemente inocua, especialmente si nos detenemos en las primeras iteraciones cada dos años: 1, 2, 4, 8, 16, 32… Ocurre que a partir de la vigésima iteración, es decir, después de cuarenta años, ese crecimiento exponencial se va acelerando a ritmo trepidante. Diez iteraciones (veinte años) supone un crecimiento de 512 veces; veinte iteraciones, un crecimiento de 0,5 millones; treinta iteraciones de 500 millones; cuarenta iteraciones de 500 billones de veces, y así sucesivamente doblándose cada dos años a velocidades incomprensibles para el ser humano.
Como explica el ingeniero informático Josep María Ganyet en un ameno artículo que considero de lectura obligada[1]: «Nuestro cerebro ha sido programado durante millones de años de adaptación a un entorno donde no observamos fenómenos de cambio exponencial. Los coches de caballos no doblaron su velocidad con el doble de caballos, los coches no van el doble de rápido a cada nuevo modelo y los aviones no vuelan el doble de lejos a cada generación de motores. Esto sólo ocurre con las tecnologías digitales».
Los efectos de ese crecimiento exponencial de las tecnologías digitales en la sociedad humana ya son plenamente observables. Conocidas son las observaciones del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, fallecido en 2017, sobre lo que dio en denominar «modernidad líquida». Una sociedad donde todo es provisional y cambiante, en especial las relaciones y los vínculos personales. No ha tenido que pasar mucho tiempo para que esos efectos vayan siendo no sólo evidentes sino que se vayan ampliando. El filósofo Francesc Torralba afirma en su libro recientemente publicado Món volàtil[i][2], que en la actualidad ya se ha pasado de la liquidez a la volatilidad. Una sociedad basada en la «tecnolatría», que se caracteriza por la inmediatez, la falta de espera, la alergia al compromiso y una provisionalidad que se ha vuelto permanente: «Necesitamos mapas o cartografías culturales para guiarnos, para saber dónde estamos y qué es lo que está ocurriendo; porque únicamente conociendo el escenario puede determinarse uno a sí mismo y entender su sitio en el mundo y su rol en la sociedad».
Hay que hacer esos mapas, hay que guiar. Estamos necesitados de «profetas». Mentes preclaras, corazones serenos, auténticos místicos que nos ayuden a cruzar ese nuevo Mar Rojo y saber navegar por encima de las aguas digitales sin hundirnos en los lodos. Moisés en tiempos de la ley de Moore.
[1] Ganyet, Josep Maria. La segunda mitad del tablero. La Vanguardia (24/09/2018)
URL: https://www.lavanguardia.com/economia/20180924/451993250140/la-segunda-mitad-del-tablero.html accedido el 4 de octubre de 2018.
[2] Torralba, Francesc (2018) Mundo Volátil: Cómo sobrevivir en un mundo incierto e inestable. Kairós, Barcelona.
URL: https://www.claret.cat/es/libro/MUNDO-VOLATIL-849988644 accedido el 4 de octubre de 2018