Por: Anna-Bel Carbonell
Educadora
Barcelona, febrero 2019
Foto: Creative Commons
Bibiana me estaba esperando. Su mirada entre ausente y conscientemente enloquecida imploraba atención. Apoyada en el ventanal del pasillo parecía un animalejo enjaulado a punto de explotar de desesperación. Tan solo llegó a susurrar: «Necesito hablar contigo», y sin tiempo de respuesta por mi parte me soltó: «¡No recuerdo nada, no recuerdo nada! Ayer, después de clase me peleé con mi madre por teléfono, estaba rallada y no volví a casa. Quedé con una amiga, fuimos a una discoteca, estuve tomando unas copas y… ya no recuerdo nada más. Me vienen unos flashes y me veo a mí misma, totalmente desnuda, reflejada en el espejo de una habitación desconocida y con un chico mirándome. Cuando me he despertado me he vestido y he venido corriendo. No recuerdo nada, no sé qué ha pasado, no sé si…»
Podéis imaginaros el resto de su conversación entrecortada entre sollozo y sollozo, deambulando por el pasillo sin encontrar respuesta ni sentido a lo que había pasado. Una chica de diecinueve años de pie ante mí, transpirando indefensión, intentando rehacer los fotogramas de las últimas horas como si de una película se tratara, pero, por desgracia, desde el no recuerdo y con ella de protagonista.
Quizás es una de las veces que más me ha impactado la confesión de una alumna, y además me ha enmudecido y no he sabido qué decir. Me costó reaccionar aunque no creo que ella lo notara… estaba tan asustada como ella. Mi cabeza y mi corazón buscaban qué decir, cómo acompañar y qué recomendar por prevención. Seguí escuchándola, la abracé e intenté tranquilizarla. Me surgían muchas preguntas: ¿Qué la había llevado a perder el control hasta el extremo de no dominar su cuerpo? ¿Qué papel habían jugado la baja autoestima, la inseguridad, el autoengaño con la famosa frase de «yo domino, lo tengo controlado…»? ¿Se sentía querida por sus adultos de referencia? ¿Se quería a sí misma?
De todos sus referentes adultos me había buscado a mí. Intuía que me lo pedía todo y nada, una respuesta educativa, una respuesta de adulta… No era el momento de emitir ningún juicio, ni de buscar culpabilidades… sino de afrontar la situación con preocupación y delicadeza, desde la proximidad y el «puedes contar conmigo».
Se movieron muchas inquietudes dentro de mí. ¿Qué desencadenante nos puede llevar a huir de nosotros mismos de una manera tan atroz? ¿Cómo podemos aparcar todos nuestros sentimientos tan lejos que en ningún momento no nos puedan alertar de lo que estamos haciendo? ¿Somos capaces realmente, como personas, de abstraernos de nuestra realidad, olvidando nuestra preciada dignidad y abandonarnos a otra dimensión? ¿Se trata realmente de querer olvidar y conseguirlo con unas copas o una noche de descontrol? Creo que no puede ser tan sencillo, ¿o quizás sí? Pero, ¿dónde queda el mañana?
La incertidumbre de lo que se ha olvidado, el no recuerdo, nos lleva a un sufrimiento mucho mayor –a mi entender– que aquel que ha podido estar en el origen de todo. Se pueden evitar estos extremos si ayudamos a los jóvenes a trabajar sobre su propia historia vital, verbalizándola para poder asumirla y construir un presente y un futuro positivos y esperanzadores.
El «no recuerdo nada» de tantas Bibianas aún resuena en mí.