Por: Elisabet Juanola Soria
Periodista
Barcelona, junio 2019
Foto: Pixabay
El pasado 15 de abril, las imágenes del templo de Notre-Dame quemándose daban la vuelta al mundo con el horror de todos. Hubiésemos tenido la oportunidad de visitar París antes o no, hubiésemos entrado alguna vez en la catedral de Nuestra Señora o no, fuésemos creyentes o no, el incendio nos impactaba. No se trataba de un incendio cualquiera, sino el de uno de los edificios más visitados del mundo y también simbólicamente uno de los centros del mundo occidental. Aquel mundo donde se engendró y se parió el lema universal de la igualdad, la fraternidad y la libertad, desde el cimiento de la razón. Aquel día los ojos de una humanidad que se esfuerza por sobrevivir, no podía hacer nada más que ver el fuego escandaloso sobre París.
Las cosas pasan cuando menos nos imaginamos y, a veces, nos hacen dar cuenta que todo está relacionado, que tienen un sentido. En el mundo, en el universo, estamos interrelacionados, no estamos solos, pero nos hemos pensado que sí y hace siglos que vivimos sumergidos dentro de una cultura del individuo, del héroe. Los sistemas educativos todavía promueven que seamos exitosos y brillantes, olvidan que no hay nadie que no sea genial en algo o en algún aspecto, todo dependerá de las oportunidades de desarrollarse y que el entorno que tenga lo valore. Pero además, no tendría que ser necesario ser genial para ser valorado, solo por el mero hecho de existir ya somos dignos, pero decirlo es diferente a vivirlo.
El mundo actual hay mucha gente que se siente sola, personas que buscan ser reconocidas y acompañadas, especialmente cuando se hacen mayores. Algo falla cuando mucha gente, a medida que va envejeciendo, va sintiéndose menos «útil». «Soy un trasto, no sirvo para nada…» dicen algunos ancianos, y ciertamente es tarde para revertir esta creencia que tienen tan adentro suyo: toda una vida promoviendo que se tienen que hacer cosas, que se tiene que producir, que se tiene que ser activo para ser digno. Tenemos la necesidad de ser útiles, más que la de valorar el ser. Ante este hecho, nos preguntamos: ¿Es posible revertirlo? ¿Cuándo tenemos que empezar a valorar la existencia? ¿Cuál es el momento de bendecir la vida y alegrarnos del simple hecho de ser? Suena bucólico, pero la realidad nos ayuda a mirar más allá y valorar un poco más aquello que podemos ver y no miramos; aquello que podemos querer y ninguneamos; aquello que nos une y no llegamos a comunicar; aquello que nos puede hacer felices en lugar de amargarnos. Aquel mundo racional que tuvo tanto sentido a la revolución francesa, hoy pide reubicar la razón junto al sentido, de la capacidad de amor y de la felicidad.
Cada uno de nosotros puede empezar en cualquier momento, pero requiere trabajo interior, silencio, renunciar a tener poder sobre los otros, aprender a ser quién somos y no querer ser otra cosa más. No es fácil, porque es una dinámica diferente de la que hemos practicado toda la vida y no es evidente a primera vista. Una pista a seguir es el termómetro de la felicidad, tan personal y tan subjetiva, pero inequívoca. Cualquier esfuerzo para ser mejores y ser más sinceros con nuestra interioridad merecerá la pena. E incluso quizás estamos dispuestos a envejecer y dejar de pensar que somos imprescindibles.