Por: Anna-Bel Carbonell
Educadora
Barcelona, junio 2019
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La profesionalidad no está reñida con la amabilidad.
Se puede ser un buen profesional en cualquiera de los ámbitos laborales: desde el más prestigioso hasta el más humilde, desde el que viene precedido por muchos años de estudio hasta el que no los lleva asociados, desde el que proporciona un salario más alto hasta el que no da ninguno porque se es un profesional voluntario… Ser un buen profesional y ser amable al mismo tiempo no es imposible, solo es cuestión de voluntad o de ética profesional para aquellos que no les sale de una manera innata. Y no estoy hablando, en absoluto, que esta persona que nos atiende tenga que darnos dos besos o un afectuoso abrazo cada vez que intercambia con nosotros su «profesionalidad y/o» experiencia. No, simplemente quiero decir que se dirige a nosotros con corrección y cortesía. Que muestra una cierta predisposición a interactuar con nuestras ilusiones, esperanzas o inquietudes, y que está dispuesta a escucharnos o simplemente a considerar nuestro estado de ánimo emocional.
Ante cualquier situación o circunstancia uno siempre puede escoger entre mostrarse afable y dejar entrever su mejor sonrisa mientras pronuncia la más dulce o la más agría de las palabras, o puede escoger ser áspero, extremadamente seco e, incluso, prepotente y grosero. Dependiendo de cómo acogemos, de cómo abrimos una puerta o respondamos a una llamada telefónica, nos podemos encontrar que este hecho, que inconscientemente tendemos a no valorar, resulta determinante para la relación que, deseada o no, se inicia con el otro.
El presunto compañero de trabajo, el cliente, el paciente, el alumno o aquel usuario anónimo que se encuentra en una situación de manca de amabilidad, muchas veces no encuentra la manera de superarla, y eso no hace más que producir una cierta angustia difícil de compartir, ya que una de las primeras respuestas personales a esta circunstancia es que quizás no sabemos interpretar al otro, y a partir de aquí empezamos una especie de lucha interior para afrontar, de la mejor manera posible, este hecho. La bondad hace que fomentemos según qué oportunidades –todo el mundo puede tener un mal día, pensamos– y al comprobar que los días de nuestro interlocutor deben ser todos malos, la situación desespera y degenera en una tensión reiterada que acaba por ser muy negativa.
En algunas profesiones, como por ejemplo la médica, la profesionalidad, la precisión y la delicadez con que se comunican los diagnósticos, el saludo y la gestualidad o el tono de las palabras, son básicas para que el paciente y su familia se sientan seguros, acompañados y bien atendidos, incluso ante el peor de los pronósticos. Profesionalidad versus amabilidad, no quiere decir que pensemos que el profesional es un incompetente y que su ausencia de respuestas ante el incierto «diagnóstico» las supla con una falsa sonrisa.
Una mano bien tendida, una palabra dicha o un silencio a tiempo son claves para saber que se está ante una persona que además de ser el mejor profesional, tiene la capacidad de entender el efecto de su mensaje en el paciente y garantiza la curación de este. Pero no siempre es así, ¿lo habéis experimentado alguna vez? Yo sí. Hacía tiempo que daba vueltas en mi cabeza esta reflexión, que he pensado mucho y creo que la puedo expresar como vivencia personal mientras afirmo en voz alta que el buen profesional no lo será menos si se acerca a la persona que tiene delante con amabilidad y afecto, todo lo contrario, le generará plena confianza.