Por Anna-Bel Carbonell Rios
Educadora
Barcelona, febrero 2021
Foto: Pixabay
José Tolentino, en su libro Pequeña teologia de la lentitud, relaciona de manera muy fácil y clara la vida con la artesanía. Es a partir de esta combinación que aparece la figura del alfarero y una de sus principales cualidades y requerimientos como es la paciencia. Este oficio, ahora en peligro de extinción como tantos otros, ejemplifica aquello que muchos de nosotros experimentamos a diario. Hacer y deshacer. Moldear, retocar, aceptar la imperfección que nos es intrínseca, y descubrir y asumir que esta cualidad que parece inicialmente negativa es a la vez aquello que nos hace únicos, diferentes y dignos de ser amados cada cual por como es.
Haciendo paralelismos entre los dos colectivos más próximos a niños y jóvenes –familia y educadores– podríamos decir que ambos hacen de delicados alfareros de unas piezas frágiles, quebradizas y totalmente manipulables y modelables. Razón principal para ser cuidadosos con el tacto con que tratamos niños y jóvenes, nos relacionamos y acompañamos en su crecimiento y descubrimiento de la vida.
El educador lo tiene claro: no hay ninguna receta mágica para acompañar en la aceptación de uno mismo al educando –sea niño o joven– en su proceso de crecimiento y descubrimiento personal. Transmitirle que no hay nada más difícil que aprender a convivir con un mismo y darse una segunda oportunidad ante los tropiezos.
La familia, también lo sabe bastante bien: hijos e hijas no vienen con un libro de instrucciones bajo del brazo, ni a nosotros sus padres nos examinan previamente ni nos dan un carnet de buenos padres y madres. Cargados de paciencia procuramos de estar siempre a su lado y darles lo mejor de nosotros mismos, queriéndolos por encima de toda circunstancia.
Como educadores se nos entrega una vida, un proyecto de persona que será lo que quiera ser con la suma de lo que todos sus referentes adultos le faciliten. Se nos confía el acompañamiento de aquel futuro que ya es presente y que busca, en sí mismo, como ser quien ya es con todo lo que conlleva.
Como padres y madres nos encontramos, así lo hemos querido, con un niño en los brazos a quienes queremos incondicionalmente y por el cual velamos de por vida a sabiendas de que en definitiva serán lo que ellos querrán, en homenaje a su condición de ser libres y como personas autónomas e independientes.
Así, pues, volviendo a la metáfora empleada del alfarero podemos decir que educadores y familias hacemos como él cuando moldea amorosamente el barro blando y húmedo, le da forma, dedica un tiempo. Cada pieza será única, como cada ser humano, seguramente imperfecto a los ojos de unos y perfecto a los de otros. Esto es lo que lo hará único y reconocible, con un aspecto propio e irrepetible, con un carácter y una manera de hacer concretos.
Ser imperfecto no es sinónimo de ser un fracasado o una mala persona, ni de «soy así y no cambiaré nunca». Ser imperfecto es darnos cuenta que somos humanos, nos equivocamos, caemos… Ser imperfectos nos hace chocar con la realidad, marcarnos retos y objetivos de superación, levantarnos siempre. Nos hace diferentes los unos de los otros y por tanto nos lleva a tener que aprender a convivir y a valorar la diversidad. Nos hace pacientes con nosotros mismos, y nos lleva a un trabajo personal para limar aristas, pero no para igualar y construir personas perfectas y clonadas, sino para descubrir positivamente nuestras capacidades y singularidades, nuestra personalidad con todas sus cualidades y defectos.
El alfarero mira satisfecho su obra. Hecha a mano, una por una, buscando la originalidad. Ni perfecto ni imperfecto, sino única. Parecido a lo que contemplan educadores y familias al admirar a niños y jóvenes.
El educador sabe que probablemente no verá el resultado de su trabajo, pero habrá contribuido al crecimiento de buenas personas y mejores ciudadanos. De igual manera, los padres sabemos que nuestros hijos se apoderarán de todo lo que les hemos transmitido de buen grado y todo el aprecio. Los veremos crecer bamboleando al descubrimiento de quién son, a veces más próximos y a veces más distantes, pero siempre anclados en los valores que han vivido en casa.
Porque cada cual de nosotros en nuestro proceso de crecimiento nos hacemos, con la ayuda de los otros y de la sociedad. Y, día a día nos encontramos a nosotros mismos.
El educador, la familia…, como el alfarero, conducen con aprecio y suavidad el crecimiento de niños y jóvenes para que aprendan a gestionar sus propios límites, su vida y se acepten tal como son, con la humildad de quien se sabe frágil y vulnerable, al final simplemente humano.